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2013-03-09 | Conferencia para agentes de pastoral, especialmente para sacerdotes, diáconos, catequistas y docentes

 Dios: relato y misterio

 Para una comprensión razonada
y una vivencia gozosa de la fe cristiana en la familia y la sociedad

 I PARTE
Introducción
Dios, que es “origen, camino y término de todo” , es la primera verdad que profesamos en los dos Credos más conocidos: Creo en Dios Padre Todopoderoso; Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso. Entonces hablemos de Dios y de la fe en Él. Conocerlo es una experiencia apasionante. Pero, ¿es posible conocer a Dios? ¿Podemos los hombres decir una palabra cierta sobre Él? ¿La razón puede hablar ‘razonablemente’ sobre Dios? ¿O todo depende de cómo uno lo siente y lo que llamamos Dios se reduce a un manojo indefinible de sentimientos?
Antes de continuar, conviene decir una palabra sobre el título de esta reflexión. En primer lugar, cuando hablamos de Dios nos referimos al Dios cristiano, es decir, a Dios que se ha revelado en Jesucristo: quien me ve a mí ve al Padre ; “Jesús revela el rostro del Padre” ; Él hace solo lo que ve hacer al Padre . Por tanto, hablamos de ese Dios que se nos ‘relata’ en la persona y en la vida de Jesús de Nazaret. Es decir, la palabra que ‘explica’, que revela a Dios es Jesucristo. Él es, por así decir, el ‘relato’ de Dios.
Entonces, cuando escuchamos ese relato, cuando lo vemos y tocamos con nuestras manos, oímos, vemos y tocamos el misterio de Dios . Nosotros creemos que Dios se ha ‘relatado’, se ha dicho a sí mismo, se ha ‘abreviado’ en el Verbo hecho carne . Porque se ha explicado a sí mismo con la palabra que está al alcance del hombre, sabemos quién es y podemos confiar en él . Así es como por medio de Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, tenemos acceso a Dios Padre y podemos participar de su misma vida divina .
En segundo lugar, el hecho de que Dios se ‘relate’ a sí mismo en Jesucristo, al mismo tiempo que se revela, permanece en el misterio. Dios, aun dándose a conocer, no es totalmente abarcable por nuestra inteligencia humana que es de por sí limitada. Dicho de otro modo: aun comunicándose, Dios permanece Dios, vale decir, totalmente trascendente al hombre y al universo creado. El hombre, por sí mismo, no puede acceder a Dios.
Sin embargo, la fe cristiana nos enseña que Dios se ha manifestado y de ese modo Él se puso al alcance del hombre. El relato de Dios tiene un carácter multifacético: se relata en la creación que es obra suya; lo hace mediante la Palabra que llega a su culminación en Jesucristo; se relata en la Iglesia que es su Cuerpo; y lo hace de muchas otras formas. Entre ellas quisiera destacar que lo hace también de un modo claro y preciso a través de los ‘dogmas’. Nos detenemos en este punto, aunque sea muy brevemente, porque suele ser el argumento descalificatorio al que más se recurre para tildar a la Iglesia de dogmática, oscurantista e intolerante.
No hay cosa más sencilla y humana que el dogma, entendido como la formulación que asegura una verdad: dos más dos es igual a cuatro; la justicia es una virtud; la función pública debe servir al bien común, por poner unos ejemplos simples. Hay certezas elementales sobre la persona humana, sobre Dios y sobre la creación como obra suya, que sirven de escalones para subir y ampliar horizontes. Si no existieran esas certezas, la vida sería un caos, cosa que sucede cuando olvidamos o transgredimos los límites que sirven precisamente para avanzar y hacer camino.
En fin, hay una infinidad de ‘dogmas seculares’ en los que creemos. En el orden religioso, naturalmente, también hay verdades incuestionables, suficientemente probadas, en las cuales podemos creer y confiar. Con todo, la fe no se reduce a un paquete de normas –dijo hace poco el Papa–, es mucho más. Sin embargo, aclaró él mismo, un gran problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso» . Por ello, para creer y confiar es necesario conocer los contenidos de la fe. Si no se los conoce, o se sabe poco sobre ellos, se cae inevitablemente en prejuicios, supersticiones y críticas, sin ningún fundamento serio .
La finalidad de este momento de reflexión es ayudarnos a valorar nuestra fe, conocer más el auxilio irremplazable que le brinda la razón natural, y redescubrir la belleza de creer en Jesucristo y en la Iglesia. De este modo, quisiéramos responder también a la convocatoria que nos hizo el Santo Padre a un Año de la fe, invitándonos a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo .
1. Hablar de Dios, para comprender al hombre
En la Biblia se afirma que “Nadie ha visto nunca a Dios” . Y así es, no se puede ver a Dios y seguir viviendo , se lee en otra parte de la Sagrada Escritura. Entonces, ¿cómo podemos hablar de Dios a quien nadie ha visto jamás? Cualquier relato sobre Dios ¿no será pura imaginación, o una mera proyección del deseo de omnipotencia que hay en el ser humano? ¿Habrá llegado la hora de la plena autonomía del hombre y de su absoluta autodeterminación? Las religiones, como se predica hoy en nuestras escuelas y universidades, ¿serían solo reliquias que aún perduran de una civilización poco evolucionada, residuos históricos que no tendrían ya ningún sentido ni futuro? La ciencia y la técnica –o la razón instrumental– ¿no deberían ser suficientes para explicar la existencia humana? La razón y la fe ¿se excluyen irremediablemente?
De nada sirve copiar respuestas que dieron a esos interrogantes las generaciones precedentes. Nosotros debemos asumirlas y hacerlas nuestras, porque de la respuesta que obtengamos, dependerá la idea que nos hagamos de Dios, de la vida humana y de la dignidad de la persona; del matrimonio y de la familia; de la convivencia social, de la política y de la economía; del sentido trascendente o no de la existencia del hombre; del dolor, de la muerte, etc. La Iglesia católica, que conmemora este año el cincuentenario del Concilio Vaticano II, celebró esa reunión universal precisamente para colocarse de nuevo ante un mundo que atravesaba por grandes transformaciones y actualizar su mensaje, abordando de nuevo las cuestiones fundamentales sobre Dios, el hombre y el mundo.
Los hombres de todas las épocas han intentado abordar esos grandes temas de la vida con la luz de la razón. Pero el pensamiento humano llega hasta un cierto límite, que no puede atravesar por sí mismo. Por más que avance la ciencia y la tecnología, sus resultados serán siempre productos humanos sometidos al límite por su propia naturaleza, por más que deslumbren la razón humana y la fascinen con la tentación de la omnipotencia. La verdadera grandeza y potencialidad de la razón está en abrirse a la luz que proviene de la fe. Esta luz no anula el camino que hizo la razón, al contrario, la asume y la integra dándole un alcance mayor. Esto es posible porque Dios se ha acercado al hombre en la persona de Jesucristo, Luz del Mundo, en quien encuentra respuesta total, sobreabundante y satisfactoria a las preguntas humanas sobre la verdad, el sentido de la vida y de la realidad, la felicidad, la justicia y la belleza .
En la víspera del Año de la fe, el Papa Benedicto XVI, evocó las palabras del discurso de apertura del Papa Juan XXIII, en las que se refería a la finalidad de esa reunión episcopal: la fe debía hablar de un modo «renovado», más incisivo –porque el mundo estaba cambiando rápidamente– manteniendo intactos sin embargo sus contenidos perennes, sin renuncias o componendas (…) para presentar a nuestro mundo, que tiende a alejarse de Dios, la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y en toda su pureza . Y al finalizar el Concilio, el Papa Pablo VI, advertía que se lo debía mirar en un tiempo en el cual, como todos reconocen, los hombres tienden al reino de la tierra más bien que al reino de los cielos. Un tiempo en el cual el olvido de Dios se hace habitual, casi lo sugiere el progreso científico; un tiempo en el cual el acto fundamental de la persona humana, siendo más consciente de sí y de la propia libertad, tiende a reclamar la propia autonomía absoluta, emancipándose de toda ley trascendente” . Podemos notar la gran actualidad de esas observaciones de hace cincuenta años.
El Concilio fue para la Iglesia un volver a Dios para mirarse a sí misma y al mundo desde Él, para escuchar su Palabra y dejarse iluminar por ella; para sorprenderse de nuevo por la belleza del Mensaje de Jesús; para establecer un vínculo más intenso con Él y vivir hasta las últimas consecuencias las exigencias de esa amistad. Hoy la celebración jubilar de esa extraordinaria reunión, de la que se cumplen cinco décadas, debe llevar a toda la Iglesia y a todos en la Iglesia –fieles laicos, consagrados, sacerdotes, diáconos y obispos– a ver de nuevo con claridad que Dios está presente, que en Jesucristo encontramos la respuesta a las preguntas y a los anhelos más profundos que laten en los corazones de los hombres, independientemente de si son creyentes o agnósticos. Tenemos que volver a Dios y a Jesucristo que es la ‘puerta’ y a la Iglesia, que es la que nos abre esa puerta para anunciarnos a Jesucristo muerto y resucitado. A Jesús lo encontramos, ante todo en la Iglesia. Ella es nuestra casa y allí encontramos todo lo que es bueno, todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo. ¡Quien acepta a Cristo: Camino, Verdad y Vida, en su totalidad, tiene garantizada la paz y la felicidad, en esta y en la otra vida! , exclamó el Santo Padre en Aparecida.
2. Creer en Dios que es bello, verdadero y fuerte
San Francisco de Asís, dos años antes de su muerte, compuso unas hermosísimas alabanzas al Dios Altísimo. El escrito original se conserva en el Sacro Convento de Asís. De ese texto extraigo el título para esta parte: Dios es fuerte y es bello. En efecto, el Santo, encendido de amor, aplica una cascada de espléndidos calificativos a Dios: Tú eres fuerte, tú eres hermosura, tú eres gozo…, y más adelante: tú eres fortaleza, tú eres grande, admirable, misericordioso… De su corazón brotan esas alabanzas como respuesta a un Dios que hace maravillas, es decir, un Dios que actúa y por sus acciones se revela como alguien extraordinario y, podríamos decir, ‘fuera de serie’.
No estamos en presencia de un mito o de un relato fantástico que sucede en el mundo de las ideas. Las maravillas de Dios acontecen en la historia humana y en la vida concreta de las personas. Francisco de Asís reacciona ante los hechos, frente a lo que Dios hace, por eso inicia su alabanza con un conmovedor reconocimiento: “Tú eres santo, Señor, Dios único, que haces maravillas”. Hace maravillas el que es maravilloso, bello y fuerte, el Dios Altísimo, omnipotente y misericordioso Salvador, como lo llama el Santo. Pero es al mismo tiempo el Dios maravilloso que toma carne de la Virgen María y es recostado en un pesebre; el mismo que padece y muere en la Cruz y luego resucita; el que se abaja humilde y sublime en la Eucaristía; o el que habla por boca de la Iglesia y se halla compartiendo su presencia y su amor entre los pobres; el que prometió volver para entregar el reino y toda la creación, una vez madurados en el amor, en las manos de su Padre . Es nada menos que Dios con nosotros: el Emmanuel .
Para comprender el acto de fe que hacemos cuando decimos “creo” o “creemos”, es muy importante recordar que lo hacemos ante la persona viva de Jesús . Él nos sale al encuentro y nosotros, como los discípulos de Emaús, al reconocerlo, conmovidos le decimos ‘quédate con nosotros’, ‘quédate conmigo’, creo, me adhiero totalmente a ti, eres Dios y al mismo tiempo caminas con nosotros, tu presencia nos llena de luz, de amor y de sentido. Es un don poder decir ‘creo’. Un don que recibimos, no es algo que construimos nosotros. Por eso decimos que la fe es respuesta a la iniciativa de Dios, quien sale a nuestro encuentro y a quien recibimos como la verdadera fortaleza sobre la que queremos comprometer toda nuestra vida. San Francisco expresa esa experiencia de fe exclamando: “Tú eres seguridad”, e inmediatamente añade: “Tú eres toda nuestra dulzura”; es decir, Dios no es una especie seguridad impersonal, distante y fría; por el contrario es una certeza cálida, dulce y bella. En esa línea el Santo de Asís continúa su alabanza del Dios Altísimo a quien siente, sabio, justo, amoroso, protector, manso, defensor. En resumen: la fe es resultado de un encuentro, cuya iniciativa corresponde a Jesús, que es el que inició y completa nuestra fe ; que viene y nos sorprende con su cercanía, llenándonos de gozo y de paz, como a los discípulos de Emaús .
El Catecismo, con un lenguaje claro y preciso afirma: “la fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida” . Y en otro lugar del Catecismo se lee que “la fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras” . Podríamos decir así: Dios que se revela fuerte y bello se torna ‘irresistible’ para el que le abre la puerta de su corazón.
El Año de la fe es una ocasión providencial –dijo el Santo Padre– para ilustrar a todos los fieles sobre la fuerza y la belleza de la fe, y de esa manera reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla. Empecemos por destacar las dos notas que el Papa atribuye a la fe: la fe es fuerte y es bella. No se trata de unos adjetivos dichos como al pasar, sino de dos características fundamentales y propias de la fe. En efecto, el significado de palabra fe proviene del término hebreo aman, que quiere decir ‘roca’, ‘seguridad’, ‘protección’. De allí procede el ‘amén’, que significa ‘así sea’, ‘creo’, ‘es cierto’, ‘es apoyo seguro’, ‘es digno de toda confianza’, etc. La fe da fuerza, vigor, vida.
Por tanto, el hombre que cree es un hombre ‘revestido’ de fortaleza, alguien que ha apoyado su vida en una roca segura. Notemos que esa fortaleza no proviene del hombre, sino de Aquel (lo escribirnos con mayúscula) en quien el hombre apoya toda su vida. Porque creer es consecuencia de un encuentro personal y no un mero acto de adhesión a unas ideas o a unos determinados valores. La doctrina, los valores e ideales son, en todo caso, una consecuencia del acto de fe, cuya verdad consiste en la entrega entera y libre de la propia vida a Dios. La fuerza de la fe, o dicho de otro modo, la virtud teologal de la fe, es un don de Dios, la fortaleza de ese don proviene de Él. Él es la roca firme, el apoyo seguro, el digno de toda confianza.
Demos un paso más en orden a explicitar los principales motivos que dan firmeza a la fe. En el Catecismo leemos que “mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina”. Hay, por tanto, dos fuentes de conocimiento: la razón natural y la Revelación divina. Dicho de otro modo, el hombre puede llegar a conocer a Dios con certeza mediante su razón, aun sin tener el don de la fe. La otra fuente para conocer a Dios es la Revelación. ¿Qué es la Revelación? Es el acto por el cual “Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía”. La respuesta adecuada a esta invitación es la fe .
Para comprender más fácilmente lo que acabamos de decir, pensemos en la dinámica del conocimiento interpersonal. Se puede conocer a una persona por un conjunto de informaciones que se recogen sobre ella; pero ese conocimiento adquiere verdadera profundidad sólo cuando esa persona se da a conocer, cuando se ‘relata’ a otro y es acogida tal como ella es. Sólo entonces se puede establecer un verdadero vínculo de amistad. Un verdadero conocimiento se inicia a partir del encuentro personal, en el que quedan implicadas las personas en su totalidad. A esto debemos añadir la libertad. No se puede coaccionar a nadie para que se dé a conocer. Para un verdadero conocimiento entre las personas tienen que entrar en juego dos libertades. Por analogía o comparación, la comunicación humana nos brinda unos datos muy interesantes para iluminar el modo en que el Dios de Jesucristo ha decidido comunicarse con los hombres.
3. El camino de la razón para comprender a Dios
Es razonable creer; está en juego nuestra existencia –afirma el Papa–. La fe católica es razonable y se apoya en la razón humana. Dios no es absurdo, tampoco es problema, en todo caso es misterio. El misterio no es absurdo, ni es un problema, es sencillamente misterio. Es muy importante tenerlo claro. Veamos primero el tema del absurdo. Según el diccionario de la RAE, absurdo quiere decir contrario y opuesto a la razón, que no tiene sentido.
El hecho de que Dios exista y que el mismo sea conocido por el hombre no es algo contrario y opuesto a la razón. Tiene más sentido para la razón el hecho de que Dios exista que lo contrario. Y también tiene lógica pensar que si Dios existe, ese Dios pueda ser conocido. Y si ese Dios que puede ser conocido, es el único y el mismo para los cristianos, los judíos, los musulmanes y aún para los no creyentes. Porque el hecho de no creer en Dios no anula su existencia. Por otra parte, tampoco la fe crea a Dios, la fe es la respuesta a la verdad de su existencia. Esto es razonable y, por ende, no puede ser absurdo.
Al respecto, el Papa dijo hace poco que “Dios no es absurdo, sino que es misterio”. Ahora bien, ¿de qué estamos hablando cuando utilizamos la palabra misterio? Es importante que nos pongamos de acuerdo sobre su significado. Digamos primero que no entendemos ‘misterio’ como sinónimo de ‘enigma’, tampoco como una realidad fantástica que puede fabricar la imaginación humana. El enigma es, en todo caso, algo indescifrable al menos por el momento y como tal no nos interesa. Por su parte, las realidades fantásticas no son más que objetos fabricados por la imaginación del hombre.
Por otro lado, el misterio no es un problema. El problema puede ser resuelto mediante una técnica adecuada, el misterio no. Un problema se plantea, está ahí para ser resuelto con una técnica adecuada. En cambio el misterio no es algo para resolver, es una realidad en la que el hombre está como envuelto, algo que lo excede y al mismo tiempo lo contiene. En esa realidad está comprometida la persona en su totalidad. Si el misterio fuera algo que se debiera resolver o demostrar dejaría de ser misterio. El misterio puede ser reconocido, contemplado, celebrado, vivido. En ese sentido, el ser humano es misterio, Dios es misterio. El misterio pide confianza, intimidad, reverencia. Se entra en el misterio, podríamos decir, con los pies descalzos , es decir, despojado de seguridades, técnicas y cálculos. Ahí es donde la mente humana ‘razonablemente’ se abre a la fe. A su vez, la fe no descalifica a la razón, al contrario, la lleva a su máxima potencialidad que consiste en estar abierta a lo trascendente, porque de ese modo ella pueda dar todo de sí misma. Inversamente, la fe se clarifica y enriquece con el aporte de la razón. A principios del milenio pasado, san Anselmo, acuñó la famosa frase: Fides quaerens Intellectum, que significa: la fe que busca entender. Y aun cuando la razón nunca podrá abarcar a Dios, no por eso debe apartarse o cerrarse a colaborar en todo lo que ella puede dar de sí misma para explicarlo hasta donde le sea posible, permaneciendo siembre abierta al misterio de Dios.
Dios es misterio, no es irracional ni es extraño a la razón, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad –escribe el Santo Padre . Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada. Es como cuando los ojos del hombre se dirigen directamente al sol para mirarlo: sólo ven tinieblas; pero ¿quién diría que el sol no es luminoso, es más la fuente de la luz? La fe permite contemplar el ‘sol’, a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su razón.
Es falso el prejuicio de ciertos pensadores modernos según los cuales la razón humana estaría como bloqueada por los dogmas de la fe. Es verdad exactamente lo contrario –afirma el Papa –, intelecto y fe, ante la divina Revelación, no son extraños o antagonistas, sino que ambos son condición para comprender su sentido, para recibir su mensaje auténtico, acercándose al umbral del misterio. La fe se ejercita con la razón, que piensa e invita a pensar. Es genial san Agustín cuando afirma “cree y entenderás”, y luego explica que pertenece al fuero de la razón el que preceda la fe a la razón en ciertos temas que todavía no somos capaces de percibir. La fe purifica el corazón para que capte y soporte la luz de la gran razón .
Es cierto, el misterio de Dios va siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros ritos y de nuestras oraciones. Con todo, con la revelación es Dios mismo quien se auto-comunica, se relata, se hace accesible. Y a nosotros se nos hace capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí entonces la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros –a través de la obra del Espíritu Santo– las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra.
En una hermosa Catequesis de los miércoles , el Papa habló de “Ese misterioso deseo de Dios”. Su reflexión parte del siguiente párrafo del Catecismo , que vale la pena tener presente: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar». Ese deseo coincide con el profundo anhelo de plenitud que anida en el corazón de cada ser humano. Con frecuencia el hombre –ese misterioso ser que tan fácilmente cae en engaños– lamentablemente pretende satisfacer ese deseo con cosas mundanas: el alcohol, el sexo, la droga, el poder, la fama. Vale decir: ídolos que someten y esclavizan, degradan y destruyen. Hoy están fuera de control, convertidos en verdadera amenaza para el desarrollo armónico, integral y pacífico de nuestra sociedad.
“Hoy es necesario subrayarlo con claridad –advierte Benedicto XVI– mientras las transformaciones culturales en curso muestran con frecuencia tantas formas de barbarie que llegan bajo el signo de «conquistas de civilización», la fe afirma que no existe verdadera humanidad más que en los lugares, gestos, tiempos y formas donde el hombre está animado por el amor que viene de Dios, se expresa como don, se manifiesta en relaciones ricas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado hacia el otro. Donde existe dominio, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde existe la arrogancia del yo cerrado en sí mismo, el hombre resulta empobrecido, degradado, desfigurado. La fe cristiana, operosa en la caridad y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más aún, la hace plenamente humana” . Y a esa plenitud contribuye la armonía que el hombre alcanza entre la razón y la fe.
Cuando se pierde la armonía entre la fe y la razón, se cae inevitablemente por el lado de la fe en el fideísmo y por el lado de la razón en ideología y, en ambos casos en sendos fundamentalismos sólo que de diverso signo. No hay que olvidar que todo fundamentalismo, sea que provenga de la religión o de la política, conduce a la violencia. La causa de esa violencia hay que buscarla en la cuna donde se gestó la conducta fundamentalista: la autosuficiencia que todo lo reduce a sí mismo y se erige en criterio único de verdad. Lo que se encuentra más allá o fuera del círculo autorreferencial es preciso reducirlo y someterlo funcionalmente a los propios criterios o, si no, suprimirlo, privarlo de existencia.
El fideísmo es un modo erróneo de entender y vivir la fe, una deformación de la fe auténtica. El fideísmo es la “no aceptación de la importancia del conocimiento racional y de la reflexión filosófica para la inteligencia de la fe y, más aún, para la posibilidad misma de creer en Dios” . “A la luz de la fe que reconoce en Jesucristo este sentido último –afirmaba Juan Pablo II–, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana; (…) es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero. Así, la fe se hace abogada convencida y convincente de la razón” .
Retomando lo que decíamos anteriormente sobre la dinámica del conocimiento interpersonal, apliquemos al conocimiento de Dios la lógica que funciona para el conocimiento entre las personas. Dijimos que el hombre puede conocer a Dios por la vía de la razón. En ese sentido hay argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas . Para ello, las vías de acceso tienen como punto de partida la creación y son fundamentalmente: el mundo material y la persona humana.
El mundo es contingente y es bello. En él se pueden contemplar las huellas de Dios como origen y fin del universo. Al respecto, es muy ilustrativo San Pablo cuando se refiere a los paganos y afirma que “lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación el mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad” . Y en su propio ser, el hombre percibe la semilla de eternidad que lleva en sí y que, al ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte .
El hombre, con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, se interroga sobre la existencia de Dios. Entonces, el hombre es capaz por sus propias facultades de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre. Esa revelación es un acto totalmente libre y gratuito de parte de Dios. Él ha querido hacerlo y, al mismo tiempo, le ha dado al hombre la gracia de acoger en la fe esa revelación.
Por su parte, el conocimiento natural que el hombre puede tener de Dios, como dijimos antes, puede disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana. En la Constitución dogmática Dei Filius , del Concilio Vaticano I, leemos: «Y no sólo no pueden jamás disentir entre sí la fe y la razón, sino que además se prestan mutua ayuda, como quiera que la recta razón demuestra los fundamentos de la fe y, por la luz de ésta ilustrada, cultiva la ciencia de las cosas divinas; y la fe, por su parte, libra y defiende a la razón de los errores y la provee de múltiples conocimientos. Por eso, tan lejos está la Iglesia de oponerse al cultivo de las artes y disciplinas humanas, que más bien lo ayuda y fomenta de muchos modos».
Para concluir esta parte y anticipar la que viene, podríamos decir que, si bien es inaudito el modo sencillo y profundamente humano que Dios eligió para comunicarse con el hombre –para ‘explicarse’ a sí mismo decíamos en otro momento– es, por otro lado, comprensible a la razón que Dios nos haya hablado, por así decir, ‘humanamente’. De lo contrario, si Dios no se hubiese ‘relatado’ a sí mismo mediante un modo humano, el hombre no habría podido decir nada cierto sobre él, y menos aún podría aspirar a la gracia de recibir su amistad y participar de su misma naturaleza . Digamos, de paso, que el origen del relativismo está precisamente en negar la capacidad que tiene el ser humano de acceso a la verdad, por consiguiente de establecer una comunión real con Dios, con el Dios único, el Dios de todos, que se ha revelado a sí mismo en Jesucristo. En la verdad de esa revelación está la diferencia sustancial del cristianismo con las otras religiones.
II PARTE
4. El camino de la Revelación para creer en Dios
La Revelación cristiana es diferente y única, no se compara con ninguna revelación de cualquier otra religión. Si se comprende bien este carácter original y distintivo de la Revelación cristiana, se puede llegar a captar la novedad, el ‘evangelio’, la buena noticia que se revela en esa intervención desconcertante, inaudita de Dios en la carne y el lenguaje de Cristo . La novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros. Él nos sorprende doblemente: primero por el hecho de presentarse en ‘carne y lenguaje humano’ y, segundo, por el camino de humildad que eligió para darse a conocer.
Sin embargo, no es suficiente con quedarnos en la constatación de que Dios se nos comunica amorosamente. En realidad, el Verbo de Dios, por quien «se hizo todo» y que se «hizo carne» , es el mismo que existía «in principio» . Aunque se puede advertir aquí una alusión al comienzo del libro del Génesis , en realidad nos encontramos ante un principio de carácter absoluto en el que se nos narra la vida íntima de Dios .
Dios se nos da a conocer como misterio de amor infinito en el que el Padre expresa desde la eternidad su Palabra en el Espíritu Santo. Por eso, el Verbo, que desde el principio está junto a Dios y es Dios, nos revela al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él. Así pues, creados a imagen y semejanza de Dios amor, sólo podemos comprendernos a nosotros mismos en la acogida del Verbo y en la docilidad a la obra del Espíritu Santo. En ese sentido, el enigma de la condición humana se esclarece definitivamente a la luz de la revelación realizada por el Verbo divino . En fin de cuentas, nada podríamos decir de verdadero y común a la condición humana, si no conociéramos el Dios que se ha ‘relatado’ en Jesucristo.
La revelación de la Palabra divina llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios. La predicación consiste en el cumplimiento del mandato de Jesús resucitado: «Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación» . A partir del acontecimiento pascual y del mandato de evangelizar se comprende la importancia de la Sagrada Escritura, aunque la fe cristiana no es una «religión del Libro»: el cristianismo es la «religión de la Palabra de Dios», no de «una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo» .
La Palabra eterna en Cristo se ha convertido en un hombre «nacido de una mujer» . La Palabra aquí no se expresa principalmente mediante un discurso, con conceptos o normas. Aquí nos encontramos ante la persona misma de Jesús. Su historia única y singular es la palabra definitiva que Dios dice a la humanidad. Así se entiende por qué «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» .
La renovación de este encuentro y de su comprensión produce en el corazón de los creyentes una reacción de asombro ante una iniciativa divina que el hombre, con su propia capacidad racional y su imaginación, nunca habría podido inventar. Se trata de una novedad inaudita y humanamente inconcebible: «Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros» . Esta expresión no se refiere a una figura retórica sino a una experiencia viva. La narra san Juan, testigo ocular: «Y hemos contemplado su gloria; gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad» . La fe apostólica testifica que la Palabra eterna se hizo Uno de nosotros. La Palabra divina se expresa verdaderamente con palabras humanas .
Esa Palabra que se hizo Uno de nosotros, llegó a su máxima revelación en el Misterio Pascual. Jesucristo muerto y resucitado es el fundamento de nuestra fe y el contenido de nuestra predicación. Anunciamos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el mal. “Esta fuerza divina da esperanza y gozo: es éste en definitiva el contenido liberador de la revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo y la potencia del amor trinitario que aniquila las fuerzas destructoras del mal y de la muerte” .
La fe es la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela, leemos en el Catecismo. La fe es un acto personal, pero no es un acto aislado. “Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros” .
La Iglesia es la que nos da la garantía de la fe. Ella es la que transmite con fidelidad el llamado ‘depósito’ de la fe. Ese depósito no se reduce a una especie de ‘archivo’ de verdades inmutables que se transmite mecánicamente de generación en generación. Algo así no podría permanecer en el tiempo. El ‘depósito’ de la fe es, ante todo, una realidad viva: se trata de la vida y enseñanza cristiana que ofrece una articulación global de la verdad que libera y ennoblece, traída al mundo por Jesús y formulada por sus apóstoles como su preciado depósito entregado a la Iglesia .
La Tradición y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia. Pero el encargo de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo. Por consiguiente, este Magisterio no está sobre la palabra de Dios, sino al servicio de ella, a la que por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo oye con piedad, guarda con exactitud y expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca lo que propone que se debe creer como divinamente revelado .
Es importante recordar, como lo ha hecho recientemente el Papa, que “la Iglesia está bajo las Escrituras, obedece a la Palabra de Dios, y no está por encima de la Escritura. Sin embargo, la Escritura es Escritura sólo porque hay una Iglesia viva, su sujeto vivo; sin el sujeto vivo de la Iglesia, la Escritura es sólo un libro abierto a diferentes interpretaciones y no da una claridad definitiva. La certeza de la Iglesia sobre la fe no nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto Iglesia iluminado, que aporta el Espíritu Santo. Solo así la Escritura habla y tiene toda su autoridad”.
Así se comprende mejor que el primer sujeto de la fe es la Iglesia y que la profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. “En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación”, nos dice el Santo Padre al introducirnos al Año de la fe. Al mismo tiempo nos recuerda, citando el Catecismo, donde leemos: ‘Creo’: es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, y ‘Creo’, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: ‘creo’, ‘creemos’ .
La fe, como decíamos, implica a la persona en toda su totalidad. Pero jamás la podría haber implicado tanto, si Dios no hubiese tomado la iniciativa de, por así decir, presentarse ante ella ‘en persona’. A partir de allí, Dios que se ha ‘relatado’ en Jesucristo, que se ha revelado a sí mismo, que nos ha mostrado el ‘rostro de Dios’, ha revolucionado totalmente los vínculos con él, entre los seres humanos y con la creación. Él se ha ‘dicho’ a sí mismo que es Amor, amor llevado al extremo de darse a sí mismo hasta la muerte. De ese modo ha establecido definitivamente la clave para buscarlo, poder encontrarlo y entrar en comunión de vida con él. En esa clave se descorre un poco el velo de Dios que es Amor en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; es Dios familia y se revela como misterio de unidad en la comunión y la misión.
Por eso la fe es personal y comunitaria, porque se apoya en un Dios ‘personal’ y ‘comunitario’. Esa esencial dimensión comunitaria de la fe se expresa de un modo único y primario en la familia cristiana, que se convierte así en un lugar privilegiado donde Dios se relata, donde nos invita a que lo escuchemos y desde donde mejor podemos hablar de Él.
5. La Familia: lugar para escuchar a Dios, hablarle y hablar de Él
La imagen que más se acerca a la realidad de Dios es el hombre, creado a su imagen, como nos enseña la Sagrada Escritura. Sin embargo, debemos añadir inmediatamente, que no es la imagen del ser humano individuo quien mejor lo representa, sino la realidad varón-mujer y la familia que de allí se deriva. Es cierto que “Dios es totalmente trascendente y no es ni varón ni mujer, si bien estos símbolos expresan algunas características de su personalidad. Él, en cambio, como creador tiene su representación ideal no sólo en el varón, como querrá una sucesiva tradición judía, recalcada incluso por san Pablo (1Cor 11,7), sino en la pareja humana que se ama y genera. Ella se convierte en la «estatua» más semejante de Dios” .
La Familia, constituida por un varón y una mujer y abiertos a la vida, es el lugar, por decir así, donde Dios se relata más a gusto, donde se halla mejor para revelar el secreto de su inmenso amor por el género humano. El otro ‘lugar’, que en realidad es el que precede al anterior, es la Iglesia. La Iglesia es ‘extensión’ visible donde Dios se relata, lugar donde se vive el misterio, la comunión y la misión. No es difícil ver la analogía que tienen estos dos lugares entre sí: a la familia se la ha llamado Iglesia doméstica, o Iglesia en miniatura ; y por su parte, a la Iglesia se la reconoce como la Familia de Dios .
No hay nada más alejado de la idea cristiana de Dios que un dios solitario y aislado. El ser íntimo de Dios es Amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que se desborda en la Familia y en la Iglesia. Éstos son lugares preferenciales en los cuales Dios, si podemos hablar así, se siente cómodo para relatarse y para invitarnos a participar de su misma vida. Por eso decimos que la Familia es el lugar para escuchar a Dios, hablarle y hablar de Él. Para eso es urgente que las familias cristianas se rescaten como lugares privilegiados de la presencia de Dios, donde se le dé verdadera primacía a la oración, a la escucha de la Palabra y al diálogo sincero y espontáneo que provoca la fe en el corazón del hombre y de la mujer creyentes.
Como decíamos, el Dios que nos reveló Jesús no es un ser solitario, sino una realidad que podríamos caracterizar como ‘comunicada y comunicativa’. Jesús habla con Dios y lo llama ‘Abba’, que quiere decir padre; enseña a sus discípulos a comunicarse con Él en esos mismos términos: ‘Padre nuestro’; en el bautismo de Jesús en el río Jordán, la voz de Dios se dirige a Él con sentimientos de inmensa ternura: “Tú eres mi Hijo muy querido en quien tengo puesta toda mi predilección” , y en ese momento, además del Padre, aparece junto al Hijo el Espíritu Santo. Luego, en la transfiguración, se vuelve a escuchar por segunda y última vez esa voz casi en los mismos términos y con la misma calidez paternal: “Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo” . Jesús nos muestra que el ser íntimo de Dios es comunión de amor y, por lo tanto, lo que en Él ‘desborda’ no puede ser otra cosa que amor. Por eso, el apóstol Juan nos dejará esa definición insuperable de Dios: Dios es Amor .
En las primeras páginas del Génesis leemos: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer lo creó” . El único entre los seres vivientes hecho a imagen de Dios es el ser humano, creado varón y mujer. Dios, vínculo de amor, crea al hombre con capacidad para amar, podríamos decir de ‘cara a Él’, para que no olvide de quién es imagen; y ‘frente al otro’, para que sean uno para el otro, en pie de igualdad, una unidad de dos, jamás encerrada en sí misma, sino abierta a ser tres y más. El Catecismo aclara que, el ser hombre y el ser mujer es una realidad buena y querida por Dios. No los hizo ‘a medias’ e ‘incompletos’, sino para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto masculino y femenino. Y así los asoció como cooperadores de su obra creadora, soberanos ‘sobre la tierra’ con la misión de cuidar y embellecer el jardín de la creación, a imagen del Creador “que ama todo lo que existe” (Sb 11,24) .
Dios mismo es el autor del matrimonio. El matrimonio no es un invento de los hombres o un producto de una determinada cultura. Por consiguiente, esa íntima comunidad de vida y amor conyugal no depende del arbitrio humano, sino que fue querida por Dios y creada a su imagen y semejanza. Luego Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: una unión indisoluble: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre” . Por eso, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza, llamado a ser signo del amor de Cristo y de la Iglesia. Dicho de otro modo, la belleza que Dios puso en la creación del varón y la mujer, y el apasionante destino común que les señaló, no se compara con ninguna otra realidad, al punto que la familia, constituida por la unión entre un hombre y una mujer y abierta a la vida, es la imagen humana que mejor refleja el ser íntimo de Dios.
En la actualidad, la estructura natural del matrimonio, como la unión entre un varón y una mujer, atraviesa una arremetida cultural sistemática y global con el fin de ser remplazada por una sociedad sin sexos y sin géneros. Esa reingeniería del ser humano exige la supresión de la estructura dual hombre-mujer, masculino-femenino . Una sociedad, por tanto, sin reproducción sexual, sin paternidad y sin maternidad, que estaría confiada únicamente a la ciencia, a la biomedicina, la biotecnología y la ingeniería política. No es difícil advertir que debajo de esas teorías hay un pensamiento materialista e inhumano, en el cual la dignidad de la persona se rebaja a la condición de una cosa totalmente manipulable. Para llevar a cabo ese plan, el presupuesto necesario es negar la dimensión religiosa de la persona humana, o al menos reducirla a cosa privada. Las religiones monoteístas como el judaísmo, el islam y el cristianismo, y sobre todo la religión católica, son el mayor obstáculo para esa nociva cultura que no genera vida, seduce con una falsa idea de la libertad y confunde la felicidad y la plenitud –aspiraciones universales del ser humano– con diversión, placer y éxtasis desvinculados de toda responsabilidad.
Hoy es imprescindible conocer el pensamiento que sostiene la militancia cuyo objetivo es la disolución de la persona humana y la destrucción de la familia basada en la unión entre un varón y una mujer, -en ese sentido algunos hablan del fin de lo humano- que consiste en reemplazar la concepción del hombre, entendida como una unidad cuerpo-espíritu, por una visión materialista, en la que todo experimento sobre el ser humano es aceptable, cualquier política demográfica consentida y cualquier manipulación legitimada, porque, según esta mentalidad, lo que es técnicamente posible se convierte en moralmente lícito .
Una de las consecuencias de ese modo de pensar lleva a la desnaturalización de los vínculos primarios en la familia, compuesta por padre, madre, e hijo. Se puede verificar cómo fueron desplazados términos relacionales primarios como maternidad, paternidad, filiación. La base de esa ideología la constituye el nuevo ‘dogma’ según el cual el ser humano nace “sexualmente neutro”. Hay –sostienen– una absoluta separación entre sexo y género. El género no tendría ninguna base biológica: sería una mera construcción cultural. Desde esta perspectiva la identidad sexual y los roles que las personas de uno y otro sexo desempeñan en la sociedad son productos culturales, sin base alguna en la naturaleza. Cada uno puede optar en cada una de las situaciones de su vida por el género que desee, independientemente de su corporeidad . El hombre niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear (…) Lo que ahora vale es que no ha sido Dios que los creó varón o mujer, ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto (…) la manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto de sí mismo. Ahora el hombre se elige a sí mismo lo que quiere ser. Al no haber dualidad de varón-mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe familia como realidad preestablecida por la creación. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios. Así, el hombre queda finalmente degradado en la esencia de su ser .
Sin embargo, el matrimonio y la familia –vista en el hermoso diseño natural que Jesús elevó a la dignidad de sacramento–, aun en medio de la crisis en la que se encuentra y los graves daños que la amenazan, no será destruida sencillamente porque en ella está la verdad. En ella está la Vida nueva del Señor resucitado, vida que ya no está bajo ningún poder por más fuerte y maligno que fuere, y menos aún del poder de la muerte. Con esta convicción cristiana de fondo, el Santo Padre advierte que “En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre” . En ese sentido, el venerable Juan Pablo II, aplicando a la sociedad las consecuencias que están en juego cuando se trata de la verdad de Dios y del hombre, afirmó que «Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia, urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover» .
El pensamiento de la Iglesia tiene en gran aprecio la naturaleza del ser humano, porque esa visión le viene de Dios. El Dios que se revela en Jesús ama al hombre creado a su imagen, asumiendo su naturaleza corporal, otorgándole una dignidad superior a cualquier otro ser vivo y revistiéndola de luz y de significado sacramental. De allí que el cristianismo es la única religión cuya revelación se encarna en una persona que se presenta como el Camino seguro para ser hombre en la medida justa; como la Verdad viva que recoge y unifica todo lo bueno que hay en el ser humano; y como Vida plena que responde a las expectativas más hondas que hay en el corazón humano. Cristo no es un simple fundador de religión; es a la vez inmanente a la historia de los hombres y trascendente absoluto. Por eso es el único mediador de sentido, el único exegeta del hombre y de sus problemas .
Si queremos una cultura de la paz –que es la única vía que puede asegurar un verdadero progreso y bienestar de la sociedad– es indispensable cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea, afirmó en Papa en el último mensaje de la Jornada mundial de la paz. Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor .
Reitero las palabras pronunciadas en la homilía en la Fiesta de la Sagrada Familia: Es urgente rescatar del asedio al que está sometido el matrimonio y la familia, si queremos construir una sociedad que progrese en paz y amistad social. Hay que estar atento a un pensamiento ajeno a la concepción cristiana, que sostiene la dialéctica del conflicto como clave para comprender el hombre y al mundo. Ese modo de pensar busca enfrentar al ser humano consigo mismo: le hace pensar que puede hacer de sí mismo lo que le plazca, es libre y nadie tiene autoridad para imponerle nada, empezando por su cuerpo del que puede disponer a su libre arbitrio. Como ahora tiene la posibilidad de inventarse a sí mismo a partir de sí mismo, también se siente con derechos de inventar a sus semejantes conforme a sus propios caprichos. El trasfondo de la manipulación de las personas, ya se encuentren en estado de gestación inicial, ya en etapas más avanzadas, está allí. En el fondo hay un rechazo a las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre y el hijo, afirmó hace poco el Papa Benedicto XVI . El debilitamiento y muchas veces ausencia total de estos lazos fundamentales de la existencia humana, es la causa principal que genera individuos violentos. Las causas de la inseguridad social que vivimos, provocada por una conducta delictual que va en aumento –y aunque causada por factores diversos– tienen su base principal en el creciente deterioro de la familia. Salvemos la familia y salvaremos la humanidad.
6. La fe: reanimarla, purificarla, confirmarla y profesarla
Los cristianos tenemos recursos muy potentes para hacerlo. El primero es la fe en Dios y la comunión de vida con Él por el bautismo, que nos hace miembros de su Familia en la Iglesia. Prestemos atención a las cuatro acciones que se nos proponen: reanimar la fe, purificarla, confirmarla y confesarla . Si nos fijamos bien, podemos ver la correlación que hay en esas acciones: para reanimar la fe, es necesario identificar las amenazas que la debilitan y fortalecerla de nuevo con los nutrientes que le son propios; a fin de que, recuperado su vigor, los creyentes comuniquen efectivamente: la luz de la fe, el consuelo de la gran esperanza, y el gozo de la verdadera caridad. La fe se debilita cuando dejamos de practicarla y se fortalece dándola, afirma el beato Juan Pablo II .
La vida de fe no se agota en las expresiones de piedad individual o colectiva. Esas manifestaciones deben impregnar con entusiasmo el testimonio cotidiano de los católicos. Con demasiada frecuencia no se percibe diferencia alguna entre una persona que regularmente practica su fe y otra que se ha alejado de esa práctica. Una y otra suelen adherir a los mismos criterios y adoptar iguales posturas sobre temas que están en abierta contradicción con el mensaje cristiano, como por ejemplo: desviar dinero del fondo público; apropiarse de bienes ajenos con apariencia de legalidad; ser infiel en el matrimonio; estar de acuerdo con el aborto, la fecundación artificial, la manipulación de embriones humanos y la eutanasia; levantar falso testimonio; no interesarse por las cosas de la comunidad; contaminar el ambiente o no colaborar en cuidarlo para que hacerlo habitable y bello.
¿Por qué el enorme potencial religioso y cultural que posee el alma correntina tiene un impacto tan pobre en la administración del bien común? ¿Por qué el ejercicio del poder público no enfrenta con decisión y establece políticas claras y consensuadas sobre temas que son básicos para el desarrollo integral de un pueblo como son la educación, la familia, el trabajo digno y la salud? ¿Cuáles son los principales impedimentos que convierten el ejercicio de la política en un círculo vicioso donde el poder se alimenta del poder? ¿Por qué tenemos que sorprendernos del progreso que vemos en nuestros vecinos, a escasos metros luego de trasponer los límites que dan hacia el norte o hacia el sur del territorio provincial? El grave deterioro que se observa en la cultura de la familia y en la cultura del trabajo nos coloca cada vez en mayores desventajas tanto para un progreso material como espiritual de nuestra población. Hay un número muy alto de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Obviamente, no es cuestión de cantidad, pero el aumento numérico y progresivo debería alarmarnos y llevar a medidas extraordinarias para revertir la situación. De ello solo se debate en algunos medios, pero a decir verdad se estaría aún muy lejos de una real voluntad política que se disponga a enfrentar el problema y darle una solución adecuada y de fondo.
La Iglesia no posee fórmulas para resolver los problemas técnicos de la economía y de la política. Eso les corresponde a los hombres que están en la función pública. Sin embargo, la Iglesia alienta y promueve a los fieles laicos para que se comprometan en esos campos, porque tiene la profunda convicción de que su enseñanza sobre la convivencia justa, fraterna y solidaria entre los hombres, brinda un aporte insustituible para el bienestar de todos los ciudadanos. Lo afirmó con mucha claridad el Papa Benedicto XVI: “La Iglesia no es y no pretende ser un agente político. Al mismo tiempo, tiene un profundo interés en el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia”. Pero en ese sentido, recordó que para todo creyente, también para los fieles laicos que asumen compromisos en el orden civil y en el campo de la política, que la verdadera fuerza para afrontar los deberes y responsabilidades se encuentra en el "alimento de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y en la adoración eucarística". No hay otro alimento que pueda fortalecer y sostener en el tiempo la coherencia del militante cristiano.
Conclusión
No hace mucho, el Papa se hizo unas preguntas que quisiéramos hacerlas nuestras a la hora de la conclusión: ¿la fe es verdaderamente la fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O es sólo uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser el determinante que la involucra totalmente? Y a continuación manifestaba el deseo de que en el Año de la fe hagamos un camino para reforzar o reencontrar la alegría de la fe, comprendiendo que ésta no es algo ajeno, separado de la vida concreta, sino que es su alma .
La fe jamás puede obtenerse como producto del propio esfuerzo. La fe es un don de Dios, se recibe por la Palabra que es acogida y en la que se confía plenamente. La Palabra nos relata quién es Dios y por la palabra es cómo podemos ahondar el conocimiento sobre Él y entrar en su amistad. Por eso, necesitamos revalorizar la Palabra de Dios escrita que nos transmite la Biblia; la Palabra que celebramos en la liturgia; la Palabra que nos transmite la enseñanza de la Iglesia, sobre todo el Catecismo de la Iglesia Católica. La Palabra da luz a nuestros pasos y enciende nuestros corazones.
Escuchamos con frecuencia que se pondera la profunda religiosidad del pueblo correntino y con razón: lo prueban la multiplicidad de peregrinaciones, novenas, devociones a los santos y otras diversas expresiones religiosas; conmueve hondamente ver el rostro de nuestra gente cuando contempla a la Virgen de Itatí, o el gesto con el que aprieta contra su pecho una estampa o la imagen de algún santo. Sin embargo, esa gran riqueza de sentimientos religiosos no va suficientemente acompañada del conocimiento de los contenidos de la fe. Esa carencia de ‘instrucción’ en la fe y del verdadero relato sobre Dios, la escasez de palabra que ayude a dar fundamento a la fe –razón de la esperanza, diría san Pedro –, la debilita en la fe y la expone a ‘palabras’ sin consistencia pero atrayentes a los oídos , que confunden el espíritu de la gente sencilla. La proliferación de creencias y supersticiones, supercherías, brujería y satanismo, por una parte; y la adhesión irreflexiva a los nuevos modelos de familia, la persona humana y la sexualidad, reflejan ese ‘analfabetismo religioso’ al que se refería Benedicto XVI, y a un desconocimiento básico de las grandes conquistas que logró el hombre en la comprensión de su dignidad, de sus derechos y sus obligaciones.
Concluimos diciendo que es urgente, como lo ha pedido el Papa Benedicto XVI, que estudiemos y profundicemos los contenidos de la fe, el relato cristiano sobre Dios, el hombre, la creación y su destino final. Que la Cruz y la Virgen, puerta de la fe, nos hagan entrar al maravilloso misterio de Dios con la mente y el corazón abiertos, como lo contemplamos en Jesucristo, en María Santísima y en los santos.

Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


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