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2020-07-08 | III FERIA PROVINCIAL DEL LIBRO

Presentación de la Carta Encíclica Lumen fidei de S.S. el Papa Francisco

Ciudad de Corrientes, 21 de julio de 2013


Introducción

El día de la presentación oficial de la encíclica Lumen fidei, hubo varias intervenciones (1), en las cuales se valoró la oportunidad y la originalidad del documento; se destacaron los principales núcleos temáticos y, además, se brindó una visión panorámica de su contenido (2). Esas intervenciones, que son de gran utilidad para introducir la lectura de esta carta, se encuentran en la página de la Santa Sede: vatican.va, y son las que, en parte, servirán para orientarnos.
Pero antes de ir al texto, conviene que digamos una palabra sobre su naturaleza. El autor de los documentos pontificios es el Papa, como Obispo de Roma y Pastor Universal de la Iglesia. Esos documentos se clasifican por su contenido. Por ello, tenemos Encíclicas, Constituciones apostólicas, Exhortaciones apostólicas, Cartas apostólicas, Bulas, Breves y Motu proprio.
Lumen fidei, que significa luz de la fe, es una Carta Encíclica. El término encíclica viene del griego y literalmente quiere decir ‘circular’. Ya desde el siglo VII servía para indicar los documentos ‘circulares’, destinados a toda la cristiandad. El nombre específico de una encíclica se acostumbra a tomar de las dos primeras palabras del escrito, por ejemplo: Lumen Gentium, Gaudium et Spes, etc. La encíclica es normalmente una intervención ordinaria del Magisterio y su destino universal les confiere una autoridad especial como expresión de la misión de enseñar que es propia de la Iglesia.
Vistas las cosas así, resulta obvio que destaquemos la importancia de un escrito de esta categoría. Empecemos señalando que su valor no se reduce a los límites de la Iglesia católica, sino que los trasciende y se convierte en una fuente universal para el saber. Más allá de la mayor o menor adhesión que puede despertar el documento en el gran público, para quien desee dialogar con la Iglesia o simplemente hablar sobre ella, no puede desconocer su pensamiento, porque correría serio riesgo de hablar sobre algo que no conoce. Los prejuicios suelen ser precisamente juicios que se emiten sin fundamento y, en consecuencia, perjudican al que los tiene y además entorpecen el diálogo entre las personas, obstaculizando el camino hacia la verdad.
Volviendo a la importancia que reviste el hecho de conocer sobre lo que se habla, tal vez resulte ilustrativo si tomamos como muestra el conocimiento interpersonal. Así, por ejemplo, para entender a una persona, es necesario informarse sobre ella y, si fuera posible, entablar contacto con ella, saber qué piensa, qué siente y cuáles son sus opciones sobre los grandes temas de la vida. De igual modo, para saber qué es la Iglesia es necesario informarse sobre ella, ante todo, de sus mismas fuentes, que son las que evidencian mejor su pensamiento y explican su propuesta de vida. En resumen, con la Iglesia sucede como sucede con las personas: para conocerlas lo mejor es escucharlas. Y si quisiéramos ir más hondo en ese conocimiento, deberíamos decir que la escucha debe estar precedida, acompañada y orientada por el amor. Porque, en realidad, sólo el que ama, escucha; y escuchando, comprende. Sólo en el amor nos conocemos realmente.

La fe como experiencia cotidiana
Es un verdadero privilegio tener la oportunidad de conocer la primera Carta Encíclica de S.S. el Papa Francisco. Sobre todo, porque en ella aborda un tema fundamental para la existencia del ser humano: la fe. Esa virtud, mediante la cual establecemos los vínculos básicos con nuestros semejantes y consigo mismos. La experiencia cotidiana nos dice que vivimos de la fe: creo en el médico, creo en las personas que fabrican los instrumentos de uso diario: artefactos, medios de locomoción, etc., etc. Desconozco el mecanismo interno de un ascensor, o de una computadora, sin embargo, creo en aquellos que los construyeron. La fe es una dimensión universal de la existencia humana, aun para el más escéptico de los hombres. Es común y corriente creer en la palabra de alguien y arriesgar la propia fe en esa persona. Por su parte, la fe se conjuga necesariamente con la esperanza: el que cree espera, es muy simple. Y, finalmente, el que cree y espera, ama. Nadie ama si no cree y espera. Nos encontramos así ante un movimiento circular entre la fe, la esperanza y el amor, donde el centro de gravedad está colocado en el amor, que es precisamente el que despierta la fe y mantiene la esperanza. Hasta aquí hemos hablado de la fe, como una dimensión constitutiva de la persona, sin hacer referencia ni a Dios ni a la religión. Esto nos confirma que la fe es una parte esencial de la estructura básica de la existencia humana. Esa misma virtud, cuando se expresa en relación con Dios, la llamamos fe religiosa, o con más precisión, fe teologal.
La fe religiosa no prescinde de esa estructura humana a la que hicimos referencia, por el contrario, cuenta con ella para proyectarse más allá de los límites del espacio y del tiempo. Si amar, creer y esperar hace luminosa la existencia de una persona, es aún más luminosa cuando esa persona se abre a la luz que nos viene de lo alto, para utilizar una imagen bíblica, es decir, cuando esa luz proviene de Dios. Ese plus de luz, como leemos en el texto, no nos separa de la realidad, sino que incluso nos permite percibir su significado más profundo y descubrir la intensidad del amor de Dios por este mundo, que orienta incesantemente hacia Él mismo. Este anticipo nos ilustra sobre aquello que decíamos antes: la fe y la esperanza gravitan sobre el amor. Donde el amor desaparece, también desaparecen la fe y la esperanza. La fuente de la luz es Dios, porque él es Amor, como lo define el Apóstol san Juan. Creemos en el Amor de Dios, cuya intensidad ilumina la vida de los hombres.

La fe es luminosa y unitiva
Lo contrario de la fe es el miedo. La desconfianza, el descreimiento, la infidelidad, la duda, son expresiones contrarias a la fe y, además, todas ellas asociadas a la oscuridad. La fe es luz. Su luminosidad le viene de la conexión que establece con la fuente de la luz, que es Dios. Es luz que ilumina todas las dimensiones de la persona: sentimientos, inteligencia y voluntad; ilumina su vínculos sociales: la pareja humana, la amistad, la convivencia social y política, la cultura y la economía. De tan fragmentados que vivimos, nos cuestan las visiones integradoras sobre la existencia del hombre. Entonces salimos con expresiones tan pobres como por ejemplo: que la fe es cosa de cada cual. La madurez de una persona o de una comunidad se mide por su capacidad de integrar todas las dimensiones de su existencia. Por eso, el colonialismo y la dominación se caracterizan por mantener fragmentada y dividida a su clientela. La fe auténtica es siempre una experiencia integradora, conduce a un mayor encuentro, motiva al diálogo, y abre caminos de libertad para un desarrollo armónico tanto del individuo como de la comunidad.

Lumen fidei: en trilogía y continuidad
Acerquémonos ahora un poco más al texto. Lumen fidei completa la trilogía que había comenzado al Papa Benedicto XVI con las dos encíclicas precedentes: Deus Caritas est y Spes salvi, sobre la caridad y la esperanza. También sabemos que el Benedicto XVI había prácticamente concluido el texto de la actual encíclica, pero las circunstancias no dieron lugar a su difusión, hasta que el Papa Francisco decide, según lo ha declarado él mismo, agregar algunas aportaciones, y publicarla. La primera valoración la ha dado el Santo Padre al considerarlo “un trabajo precioso” y agradecerlo a su predecesor. Un hecho altamente significativo fue el día en que se presentó la encíclica, porque de un modo providencial ambos papas se encontraron en los jardines del Vaticano para la inauguración de la estatua del arcángel san Miguel, patrono del Estado de la ciudad del Vaticano, marcando así la continuidad del magisterio petrino. La naturalidad y cordialidad que caracterizó ese encuentro expresa la fraternidad y la comunión que existe entre el Obispo de Roma y su predecesor.

Estructura de la encíclica
Abramos ahora el texto en el índice y observemos que la encíclica está dividida en cuatro capítulos, con una introducción y una conclusión. En la introducción se presenta la fe como luz, capaz de iluminar toda la existencia del hombre. Aquí se sale al paso de la objeción de muchos contemporáneos (3), en el sentido de que esa luz que podía bastar para las sociedades antiguas, ahora ya no sirve para los tiempos nuevos, porque el hombre habría llegado a ser adulto y la fe sería para él una especie de espejismo o una luz ilusoria que impediría avanzar como hombres libres hacia el futuro. De esa manera, la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad (4). Sin embargo, ya desde el inicio se advierte que es urgente recuperar el carácter luminoso de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Y aclara que una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; tiene que venir de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor (5). La luz de la razón se vuelve enemiga de la fe cuando pierde de su horizonte el amor, es decir, la luz principal que da sentido a la existencia y la abre al bien de los otros y del Otro con mayúscula. Por eso, al desconectarse de la fuente de la luz, la razón ya no ilumina, no distingue el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija (6).
La introducción concluye con un hermoso parágrafo, en el que traza con dos preguntas generales el camino de los capítulos siguientes: “En la fe, don de Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra esperanza para recorrerlo con alegría (…) ¿Cuál es la ruta que la fe nos descubre? ¿De dónde procede su luz poderosa que permite iluminar el camino de una vida lograda y fecunda, llena de fruto?” (7).

CAPÍTULO I: La fe es amor que escucha y acoge
El primer capítulo se abre con el título: Hemos creído en el amor (1Jn 4,16). Haciendo referencia a Abraham, aquí se explica la fe como ‘escucha’. Por eso, la fe adquiere un carácter personal, es respuesta a una Palabra que interpela personalmente (8). Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva, comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado (…) Esta Palabra encierra además una promesa: tu descendencia será numerosa, (…) la fe de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que es a la vez memoria del futuro, estrechamente ligada con la esperanza de la promesa (9). “Para Abrahán, la fe en Dios ilumina las raíces más profundas de su ser, le permite reconocer la fuente de bondad que hay en el origen de todas las cosas, y confirmar que su vida no procede de la nada o la casualidad, sino de una llamada y un amor personal”  (10).
En contraste con la fe está la idolatría. Si la fe es consecuencia de una dinámica interpersonal, la idolatría es una caricatura de esa dinámica. Aquí el Papa cita la frase de un gran filósofo judío, Martín Buber: “Se da idolatría cuando un rostro se dirige reverentemente a un rostro que no es un rostro” (11). Haciendo un breve paréntesis, podríamos decir que en esa frase se esconde la raíz de todas las adicciones y desviaciones en las que cae el ser humano. Darse cuenta de esto a tiempo, es salvarse del abismo del sinsentido de la vida. Quien no quiere fiarse de Dios se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: «Confía en mí» con la trágica demanda de exigir el precio de la vida entera. En cambio, “Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia” (12). Por eso, la encíclica insiste en recordar que la fe consiste en el encuentro personal y liberador, cuya iniciativa parte de Dios, que se revela como alguien de quien vale la pena fiarse y confiar en Él.
El Dios fiable y confiable se manifestó en Jesús. Por eso, el texto se detiene en su figura porque en él se revela el inquebrantable amor de Dios por el hombre. Él interviene efectivamente en la historia de los hombres, modificando sustancialmente su curso mediante su encarnación, muerte y resurrección. “En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe” (13). Pero hay "otro aspecto decisivo" de la fe en Jesús: "La participación en su modo de ver". La fe, en efecto, no sólo mira a Jesús, sino que también ve desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos. Usando una analogía, el Papa explica que, como en la vida diaria, confiamos en "la gente que sabe las cosas mejor que nosotros" –el arquitecto, el farmacéutico, el abogado– también en la fe necesitamos a alguien que sea fiable y experto en "las cosas de Dios" y Jesús es "aquel que nos explica a Dios."
La fe, por su misma naturaleza, es siempre una experiencia de comunión: creo en alguien y, además, creo junto con otros. Tener la mirada de Jesús es participar de su Amor, que es el Espíritu Santo (14). Por lo tanto, "la existencia creyente se convierte en existencia eclesial", porque la fe se confiesa dentro del cuerpo de la Iglesia, como "comunión real de los creyentes” (15). Por eso, "la fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva" (16), sino que nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio.

CAPÍTULO II: Creer para conocer la verdad y el bien
El segundo capítulo se abre con un versículo del profeta Isaías: “Si no creen, no comprenderán” (cf. Is 7,9), para presentar la estrecha relación que hay entre la fe y verdad, la verdad fiable de Dios, su presencia fiel en la historia. "La fe, sin verdad, no salva se queda en una bella fábula, la proyección de nuestros deseos de felicidad” (17). Por eso, es muy necesario –afirma el Papa– recuperar la conexión de la fe con la verdad, precisamente por la crisis de verdad en que nos encontramos (18). Y en seguida advierte que “la verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con sospecha” (19). Es muy bello y profundo lo que dice a continuación: “En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro «yo» pequeño y limitado. Es la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el sentido del camino común” (20).
La encíclica subraya el vínculo entre fe y amor, entendido no como "un sentimiento que va y viene", sino como el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da nuevos ojos para ver la realidad. Si, pues, la fe está ligada a la verdad y al amor, entonces "amor y verdad no se pueden separar", porque sólo el verdadero amor resiste la prueba del tiempo y se convierte en fuente de conocimiento. Y puesto que el conocimiento de la fe nace del amor fiel de Dios, "verdad y fidelidad van juntos" (21). La verdad que nos abre la fe es una verdad centrada en el encuentro con el Cristo encarnado, que, viniendo entre nosotros, nos ha tocado y nos ha dado su gracia, transformando nuestros corazones. Si la verdad es la del amor de Dios, entonces no se impone con la violencia, no aplasta al individuo. Por esta razón, la fe no es intransigente, el creyente no es arrogante. Por el contrario, la verdad vuelve humildes y conduce a la convivencia y el respeto del otro. De ello se desprende que la fe lleva al diálogo en todos los ámbitos: en el campo de la ciencia, ya que despierta el sentido crítico y amplía los horizontes de la razón, invitándonos a mirar con asombro la Creación; "Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón" (22). "Quién se pone en camino para practicar el bien –afirma el Papa– se acerca a Dios" (23).

CAPÍTULO III: La fe se transmite en comunidad
El tercer capítulo empieza con una frase de San Pablo: “Transmito lo que he recibido” (1Co 15,3). Esta parte se centra en la importancia de la evangelización, por ello, leemos allí que, “Quien se ha abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite también como palabra y luz” (24). A continuación se subraya la dimensión comunitaria de la fe, como aspecto esencial y constitutivo para la evangelización: se hace "imposible creer cada uno por su cuenta". Porque, ¿cómo podemos estar seguros de llegar al «verdadero Jesús» a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del «yo» individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible” (25). La fe no es "una opción individual", sino que abre el yo al "nosotros" y se da siempre "dentro de la comunión de la Iglesia". Por esta razón, "quien cree nunca está solo": porque descubre que los espacios de su "yo" se amplían y generan nuevas relaciones que enriquecen la vida.
Un medio particular por el que la fe se puede transmitir son los Sacramentos, en los que se comunica "una memoria encarnada” (26). Por eso el Papa recuerda que “nadie se bautiza a sí mismo”. De allí la importancia de la transmisión de la fe en la familia y la Iglesia. Por último, el Papa subraya que la fe es una porque uno es "el Dios conocido y confesado", porque se dirige al único Señor, que nos da la "unidad de visión" y "es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y un solo Espíritu" (27). Aun “el conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia” (28).

CAPÍTULO IV: La fe construye casa y familia
El capítulo cuarto, que abarca los números 50 al 60, se anuncia con un texto de la Carta a los Hebreos: “Dios prepara una ciudad para ellos” (Hb 11,16). En este capítulo se explica cómo la relación entre la fe y el bien común, hace posible una convivencia justa y pacífica entre los hombres. “La fe revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas, porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe construye para los hombres una ciudad fiable” (29). La fe no aleja de la realidad. Al contrario, compromete más profundamente los vínculos entre los hombres. Por eso, leemos en la encíclica que “el primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor (30). “La fe no es un refugio para gente pusilánime, sino que ensancha la vida. Hace descubrir una gran llamada, la vocación al amor, y asegura que este amor es digno de fe, que vale la pena ponerse en sus manos, porque está fundado en la fidelidad de Dios, más fuerte que todas nuestras debilidades (31)”, afirma el Papa.
A continuación, me gustaría leer un número completo, en el que podemos identificar el pensamiento del Papa Benedicto y el del Papa Francisco, y es un párrafo muy bello. En la primera parte aparece la pluma del papa emérito y al final la del papa actual: “La fe, además, revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso; perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más profunda que todas nuestras negaciones. Por lo demás, incluso desde un punto de vista simplemente antropológico, la unidad es superior al conflicto; hemos de contar también con el conflicto, pero experimentarlo debe llevarnos a resolverlo, a superarlo, transformándolo en un eslabón de una cadena, en un paso más hacia la unidad”. Finalmente, el Papa nos invita a no tener miedo de confesar públicamente a Dios, porque la fe ilumina la vida social.
La Carta concluye con una referencia luminosa sobre el sufrimiento y la muerte. “Al hombre que sufre –escribe el Santo Padre– Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz” (32). “En unidad con la fe y la caridad –añade al Papa– la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día. No nos dejemos robar la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas inmediatas que obstruyen el camino, que «fragmentan» el tiempo, transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a caminar con esperanza”.
Al final, en la conclusión, se refiere a María, “Bienaventurada la que ha creído (Lc 1,45)”, con una hermosa oración a Ella, que fue “tierra buena” para la siembra de la fe. A ella nos dirigimos suplicantes, y le decimos con el Papa Francisco:

 

  ¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra,
para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos,
saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor,
sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz,
cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús,
para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros,
hasta que llegue el día sin ocaso,
que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.


Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes


NOTAS: 
(1) Intervenciones del Card. Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los Obispos; de Mons. Gerhard Müller, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; y de Mons. Rino Fisichella, Presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización.  
(2) Síntesis ofrecida por Vatican International Service (VIS), 5 de julio de 2013.
(3) Cf. Lumen fidei, (Lf), n. 2.
(4) Cf. Lf, n. 3.
(5) Cf. Lf, n. 4.
(6) Cf. Lf, n. 3.
(7) Lf, n. 7.
(8) Cf. Lf, n. 8.
(9) Cf. Lf, n. 9.
(10) Lf, n. 11.
(11) Lf, n. 13.
(12) Lf, n. 13.
(13) Lf, n. 17.
(14) Cf. Lf, n. 21.
(15) Cf. Lf, n. 22.
(16) Lf, 22.
(17) Lf, 24.
(18) Cf. Lf, 25.
(19) Lf, 25.
(20) Lf, 25.
(21) Lf, 28.
(22) Lf, 35.
(23) Lf, 35.
(24) Lf, 37.
(25) Lf, 38.
(26) Lf, 40.
(27) Lf, 47.
(28) Lf, 38.
(29) Lf, 50.
(30) Lf, 52.
(31) Lf, 53.
(32) Lf, 57.

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