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2019-10-24 |

Palabras de introducción a la Jornada de Derecho Canónico En el Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de Corrientes

Para introducir esta Jornada de Derecho Canónico, les propongo que lo hagamos primero recordando y tal vez esclareciendo algunos conceptos generales sobre qué es la Iglesia, porque un corpus legislativo se entiende en tanto conozcamos al sujeto al cual sirve y del cual se beneficia. Luego, puede ser muy útil conocer algunos criterios básicos que orientan la reforma en la Iglesia –dado que ésta es una realidad en continua transformación y, en consecuencia, también su legislación está sometida a un proceso permanente de modificación–, y para evitar el preconcepto de conservadurismo y rigidez, que suele acompañar la comprensión que tenemos de la misma. A continuación, y en el contexto de lo que hemos visto de la naturaleza de la Iglesia, ubicaríamos el Código actual como el principal documento legislativo de la comunidad eclesial. Finalmente, y en forma muy abreviada, veríamos algo sobre el Estado de la Ciudad del Vaticano, la Santa Sede y el corpus jurídico. Esperemos que este panorama nos ayude a entrar luego a los temas más específicos de la legislación canónica, que están en la agenda de esta Jornada. 

Conceptos claves en torno a la Iglesia y sus leyes
Para comprender las leyes que rigen a un determinado grupo humano, es necesario conocer la naturaleza de ese grupo, porque son sus integrantes quienes se dan a sí mismos las normas, las que luego les permiten subsistir y caminar hacia los fines que se han propuesto en conjunto. Por eso, la primera pregunta que nos debemos formular es de qué estamos hablando cuando decimos Iglesia. Y lo más razonable sería que le preguntáramos a ella, como lo hacemos con cualquier persona que deseamos conocer. Es a ella a quien corresponde decirnos quién es y cuál es su misión.

Ese modo primario de conocernos entre las personas –y a las instituciones que las mismas conformamos– conlleva necesariamente un componente “sacramental”, si se me permite el término. Es decir, un componente de signo y significado, de una realidad invisible a los ojos, pero que se expresa mediante signos, los cuales deberán ser luego interpretados. El ser humano fue creado como una realidad “sacramental”. Por analogía, la comunicación humana nos brinda unos datos muy interesantes para iluminar el modo en que el Dios de Jesucristo ha decidido comunicarse con los hombres.

Si podemos hablar de Dios con cierta propiedad, es porque Él se ha revelado mediante signos comprensibles para el ser humano. Si eso no fuera así, todo lo que digamos sobre Él no pasaría de ser una mera imaginación, o una consecuencia del complejo de inferioridad, que conduciría a una búsqueda compulsiva de refugio y apoyo en un ser superior, a quien no se conoce y de quien nada se sabe. En la experiencia cristiana de la trascendencia, reconocemos que Dios se ha comunicado con el hombre, mantuvo ese diálogo a lo largo de la historia, se dejó ver como un ser compasivo, cercano, comprensivo, firme y extraordinariamente bello; amante de la vida y de la libertad, celoso de la dignidad de todo ser humano, profundamente sensible al pobre, al vulnerable, al que se aleja de él y al pecador.

De ese proceso de revelación de Dios surge uno de los primeros códigos, que se conocen como los Diez Mandamientos. Se trata de un código ético que ilumina y orienta a la comunidad, para que esta se construya a la medida de la persona, busque la paz y la justicia, y peregrine al encuentro con su Creador. Jesús recogió los diez mandamientos, y predicó la justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos (cf. Mt 5,20), así como la de los paganos (cf. Mt 5,46-47). Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás... Pero yo les digo: Todo aquel que se irrita contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5,21-22). No anuló ni desconoció el código existente, sino que lo llevó a su cumplimiento (cf. Mt 5,17-18).

La Iglesia enseña que los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» . Estos mandamientos o preceptos, vulgarmente llamados "Diez Mandamientos", son un conjunto de imperativos morales y religiosos que son reconocidos como una base moral en las principales religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam).

La Iglesia: una realidad visible e invisible; espiritual y corporal
La Iglesia se reconoce a sí misma como una realidad misterio, comunión y misión. Es misterio porque su vínculo principal y el fundamento de su existencia es Jesucristo, muerto y resucitado. Detengámonos un momento en el concepto misterio, porque es esencial a la naturaleza de la Iglesia. Misterio es sinónimo de sacramento y se lo aplica principalmente a Jesucristo, que, como toda persona, para entablar una comunicación interpersonal, necesita expresarse a través de palabras y signos. Por ser una persona resucitada, viva, presente y actuante en la Iglesia, utiliza los signos propios, originales y al alcance de la comprensión humana. El signo más ordinario es la palabra; luego hay otros signos que participan de la estructura comunicacional sacramental, como el agua en el bautismo, el pan en la eucaristía, etc. Sacramento es sinónimo de misterio, por eso la Iglesia se comprende a sí misma y se da a conocer como una realidad que es “en Cristo, como un sacramento, o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium, 1). Esta categoría de sacramento o misterio muestra ya la compleja realidad de la Iglesia, visible e invisible, humana y divina al mismo tiempo.

El “lugar” donde la Iglesia se manifiesta más ella misma es en los sacramentos, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana. En el Bautismo el símbolo es el lavado con el agua, y su significado es la purificación espiritual. En la Confirmación el símbolo es la unción con el Crisma, y el significado es la madurez de la iniciación cristiana, en el matrimonio el símbolo es el consentimiento matrimonial, y el significado es la entrega de Cristo a la Iglesia, de la que se alimenta la unión entre los esposos; y así, en todos los demás sacramentos encontramos esa dialéctica entre signo y significado .
La Iglesia, fundada por Jesucristo y siendo su cuerpo místico, es a su vez una sociedad constituida por seres humanos. La Iglesia es, por consiguiente, una comunidad estructurada de acuerdo a su naturaleza (la comunión) y su fin (la redención). Y toda comunidad humana (desde un grupo de amigos, a una familia, o un club, u otras más complejas, hasta llegar a la comunidad internacional) necesita ciertos códigos para su normal desenvolvimiento.

Con las palabras de Pablo VI, la Iglesia, “siendo una comunidad no solo espiritual, sino visible, orgánica, jerárquica, social y ordenada, tiene necesidad también de una ley escrita y postula órganos adecuados que la promulgan y la hacen observar, no solo por un mero ejercicio de autoridad, sino precisamente para la tutela de la esencia y la libertad tanto de los entes morales como de las personas físicas que componen la misma Iglesia” .

La comunidad eclesial se estructura por analogía al cuerpo, es decir: cabeza y miembros. Así lo comprendió San Pablo, cuando hace una lectura del acontecimiento de Jesús Resucitado y de la adhesión a Él de las primeras discípulas y discípulos. Éstos, naturalmente, debían darse normas para funcionar ordenadamente. El principio que une y armoniza el funcionamiento de ese cuerpo es la comunión entre cabeza y miembros y de los miembros entre sí. Esta figura orgánica no responde ni a una monarquía, ni a una democracia. No es piramidal, ni solo horizontal o solo vertical. Está estructurada, en todo caso y para utilizar la imagen que mejor se le aproxima, en forma de cruz, y el único modo de poder subsistir y desarrollarse es mantener en armonía y adecuada tensión la dimensión vertical y horizontal.

El concepto de comunión nombra otro aspecto esencial del misterio de la Iglesia. La comunión está en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia , en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con Jesucristo y con los otros hombres, orientada hacia la realidad escatológica, pero siendo ya una realidad aun no plena en la Iglesia sobre la tierra. De modo que se trata de una comunión que podríamos llamar vertical (con Dios) y horizontal (entre los hombres). Y esta comunión es una iniciativa divina, cumplida en el misterio pascual. Esta comunión eclesial es al mismo tiempo invisible y visible. Existe una íntima relación entre esa comunión invisible y visible que se expresa en la doctrina de los Apóstoles, en los sacramentos y en el orden jerárquico. Esta relación entre los elementos invisibles y los elementos visibles de la comunión eclesial es constitutiva de la Iglesia como Sacramento de salvación. Siendo una realidad divina y humana al mismo tiempo, es una comunidad orgánicamente estructurada y dotada de los medios adecuados para la unión visible y social . Entre esos medios adecuados está la normativa de la Iglesia, conocida hoy como legislación canónica, cuya finalidad está expresada en el último canon del Código, donde se afirma que la ley suprema de la Iglesia debe ser siempre la salvación de las almas.

Juan Pablo II lo expresó así: A todos nos toca recomenzar desde Cristo ; Benedicto XVI explicó que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” . Y últimamente, el papa Francisco se refirió a lo mismo, diciendo que: “La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (…) Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso” . A partir de este fundamento se comprende que las leyes de la Iglesia católica se hayan ido reformando a lo largo de los siglos, a fin de que, en constante fidelidad a Jesucristo, se adaptasen cada vez mejor a la misión salvífica que le ha sido confiada por Él .

Esta comunión de la Iglesia es una comunión misionera, no es una realidad replegada sobre sí misma, sino que está llamada a estar abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: reunir a todos y a todo en Cristo. Es decir, el objetivo de la Iglesia procede de su Cabeza, que es Cristo, la salvación de los hombres, tarea que le fue confiada a la Iglesia. La legislación canónica no tiene otra finalidad que contribuir a esa tarea.

Criterios que orientan la reforma en la Iglesia
La Iglesia se concibe a sí misma como una realidad en continua transformación. Hay momentos en la historia, en los cuales esta transformación adquiere un carácter más universal y resulta más visible. Esto ha sucedido en tiempos relativamente recientes con motivo del Concilio Vaticano II y las asambleas sinodales posteriores, hasta la que actualmente se encuentra en su fase de preparación. En el ámbito continental conocemos la asamblea continental de Aparecida, y en nuestro contexto particular hemos realizado la Primera Asamblea Arquidiocesana sobre la Iniciación Cristiana, que dio lugar a la elaboración de una normativa al respecto. Estos son solo algunos ejemplos para ilustrar el camino de transformación al que la Iglesia está sometida continuamente.

Los criterios que rigen esta transformación se podrían expresar como fidelidad creativa. Es decir, hay transformación, pero en una línea de continuidad; la fidelidad a la persona de Jesús y a su mensaje, no significa anquilosar a ninguno de los dos: ni a la persona ni su palabra. En la transformación se producen cambios, pero no al precio de destruir lo anterior para construir una realidad nueva y distinta. Este espíritu es el que acompaña a la Iglesia a lo largo de los siglos, fundamentalmente, porque se comprende a sí misma como un cuerpo, cuya cabeza es Cristo a quien nos adherimos los creyentes como miembros vivos de ese organismo. En este marco comprendemos mejor la invitación que hace el papa Francisco, al inicio de su Exhortación Amoris laetitia, a seguir profundizando la doctrina y la práctica pastoral sobre el matrimonio y la familia: “Al mismo tiempo, la complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar mayor claridad” (n. 2).

A lo largo de la historia, la Iglesia siempre ha profundizado en el depósito de la fe para renovarse y responder a los desafíos pastorales de la época. San Juan XXIII, en el Discurso inaugural del Concilio Vaticano II, también habló de la necesidad de una penetración doctrinal, estudio y exposición de la doctrina, a través de formas de investigación y de fórmulas literarias del pensamiento moderno . Luego, en la constitución conciliar Lumen Gentium, leemos que “la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (n. 8).

Recordemos el criterio hermenéutico que propuso el papa Benedicto XVI para una correcta lectura e interpretación del Concilio Vaticano II. “Los problemas de la recepción [del Concilio] han surgido del hecho de que se han confrontado dos hermenéuticas contrarias y se ha entablado una lucha entre ellas. Una ha causado confusión; la otra, de forma silenciosa pero cada vez más visible, ha dado y da frutos. Por una parte, existe una interpretación que podría llamar «hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura»; a menudo ha contado con la simpatía de los medios de comunicación y también de una parte de la teología moderna. Por otra parte, está la «hermenéutica de la reforma», de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, pero permaneciendo siempre el mismo, único sujeto del pueblo de Dios en camino” .

San Vicente de Lerins, Padre de la Iglesia, que vivió en el siglo V, en uno de sus escritos más destacados escribió que “Lo propio del progreso es que la misma cosa que progresa crezca y aumente, mientras lo característico del cambio es que la cosa que se muda se convierta en algo totalmente distinto (…) Porque si aconteciera que un ser humano tomara apariencias distintas a las de su propia especie, sea porque perdiera alguno de ellos, tendríamos que decir que todo el cuerpo perece o bien que se convierte en un monstruo o, por lo menos, que ha sido gravemente deformado” .

Se comprende, entonces, la lógica de la reforma y la renovación que la Iglesia católica ha ido practicando a lo largo de los siglos, en constante fidelidad a su divino Fundador, también en las leyes a fin de que se adaptasen cada vez mejor a la misión salvífica que le ha sido confiada.

El Código actual: principal documento legislativo de la Iglesia
El Código actual, es fruto de una profunda reforma que se realizó con motivo del Concilio Vaticano II, pedida por el papa san Juan XXIII y luego llevada a cabo por san Juan Pablo II. Se trata del principal documento legislativo de la Iglesia, fundamentado en la herencia jurídica y legislativa de la Revelación y de la Tradición, y como tal, debe ser considerado instrumento muy necesario para mantener el debido orden tanto en la vida individual y social, como en la actividad misma de la Iglesia. El fin del Derecho Canónico en la Iglesia es crear un orden en la sociedad eclesial que, asignando el primado a la fe, a la gracia y a los carismas haga más fácil su desarrollo orgánico en la vida, tanto en la sociedad eclesial como también en cada una de las personas que pertenecen a ella .

En la Constitución Apostólica, con la que San Juan Pablo II sanciona el nuevo Código, leemos que “el Código de Derecho Canónico es del todo necesario a la Iglesia. Por estar constituida a modo de cuerpo también social y visible, ella necesita normas para hacer visible su estructura jerárquica y orgánica, para ordenar correctamente el ejercicio de las funciones confiadas a ella divinamente, sobre todo de la potestad sagrada y de la administración de los sacramentos; para componer, según la justicia fundamentada en la caridad, las relaciones mutuas de los fieles cristianos, tutelando y definiendo los derechos de cada uno; en fin, para apoyar las iniciativas comunes que se asumen aun para vivir más perfectamente la vida cristiana, reforzarlas y promoverlas por medio de leyes canónicas” .

La reforma del Código de Derecho Canónico continúa y es razonable que así suceda. Recientemente han sido modificados veinte cánones (del 1671 al 1691), mediante el Motu Proprio Mitis Iudex Dominus Iesus, del papa Francisco. Se trata de los cánones que tratan sobre las nulidades matrimoniales, con el fin de que los procesos de esas nulidades sean más breves y más accesibles. Lo que se pretende con esta modificación es valorar más el sacramento del matrimonio y buscar siempre la verdad más allá de los procesos.

Señalemos también que contamos con la última edición del Código (2016), realizada por la Oficina del Libro de la Conferencia Episcopal Argentina, bilingüe y enriquecida con tres cuerpos de apéndices, en los que figura la Legislación Complementaria al Código de la Conferencia Episcopal Argentina, los acuerdos entre la Santa Sede y la República Argentina, y las Líneas Guía de actuación en el caso de denuncias de abusos sexuales en los que los acusados sean clérigos y las presuntas víctimas sean menores de edad (o personas a ellos equiparadas) del año 2015); en estos apéndices se pueden consultar las Interpretaciones auténticas del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y los diversos Motu Proprio de los tres últimos papas que introducen o modifican algunos textos del actual Código.

Estado de la Ciudad del Vaticano, la Santa Sede y el corpus jurídico
El Estado de la Ciudad del Vaticano nació con el tratado de Letrán, firmado entre la Santa Sede e Italia el 11 de febrero de 1929, ratificado el 7 de junio del mismo año. Su personalidad como Ente soberano de derecho público internacional, diverso de la Santa Sede, es universalmente reconocida.

El Sumo Pontífice reside en el Estado de la Ciudad del Vaticano donde se encuentran también algunos de los organismos que le asisten. El Estado, tiene, por lo tanto, la característica propia de ser un instrumento de la independencia de la Santa Sede y de la Iglesia Católica respecto a todo poder constituido. En cierto sentido, es un signo del carácter sobrenatural de la misma Iglesia pues las estructuras del Vaticano se reducen al mínimo indispensable para su funcionamiento.

Se trata de una historia multisecular (desde el siglo I hasta la actualidad), muy rica y compleja, que además ha tenido una influencia única en el Derecho Europeo, la mayor junto al Derecho Romano. El Derecho Canónico es el único de carácter universal, al cual están sujetos todos los millones de bautizados en el mundo.

Cuando hablamos de Derecho canónico nos referimos al cuerpo jurídico, es decir al ordenamiento propio de la Iglesia Católica, una de las grandes Confesiones Religiosas y de las más importantes, en extensión, número e influencia socio-cultural.

Y contiene el sistema jurídico universal y local de dicha Iglesia Católica, con el que se organiza y estructura. Es el conjunto de normas jurídicas dictadas para el buen régimen de la Iglesia. Enseña el Concilio Vaticano II que “como la naturaleza asumida sirve al Verbo Divino, de órgano vivo de salvación, a él indisolublemente unido en el mismo modo, el organismo social de la Iglesia sirve al espíritu de Cristo que la vivifica para el crecimiento del cuerpo” .

El Derecho canónico, por tanto, es la expresión que quedó para designar el Derecho de la Iglesia Católica, mientras que el derecho eclesiástico del estado designa la legislación que los estados otorgan sobre las distintas religiones, común a todas las confesiones, y versa sobre las materias de libertad de culto, enseñanza, patrimonio, organización jerárquica, validez de sus actos y ritos, etc. Es por tanto el área del ordenamiento jurídico del estado que regula el fenómeno religioso tanto individual como colectivo.

Los fundamentos del sistema jurídico canónico, se encuentran en el derecho divino positivo que ha sido manifestado en la revelación y su fin último es siempre la salvación de las almas. Cuando hablamos de derecho divino positivo, nos referimos al que es promulgado mediante la Revelación, y que es constituido por el conjunto de normas, principios y demás elementos jurídicos propios del Pueblo de Dios y de la participación del hombre en la vida divina. Por ejemplo, son de derecho divino el principio de igualdad y el principio jerárquico; la institución del primado de Pedro y el Colegio de los Apóstoles como autoridad suprema de la Iglesia; las consecuencias jurídicas de la institución de los sacramentos por Cristo. Se habla también del derecho divino natural, que es aquella parte de la ley natural, escrita por Dios en el corazón del hombre, que se refiere a las relaciones de justicia. Es decir, el conjunto de factores jurídicos propios de la naturaleza humana que operan en el orden natural.

A continuación, nos vamos a introducir más específicamente en el Derecho de la Iglesia Católica, con un panorama general del mismo, para aterrizar luego en algunos aspectos que se refieren al derecho matrimonial y, particularmente, al proceso de nulidad del matrimonio, el cual fue reformado recientemente por el papa Francisco.

Corrientes, 14 de junio de 2017
Mons. Andrés Stanovnik