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CORRIENTES, 24 DE DICIEMBRE DE 2019

Homilía para la Misa de Nochebuena

Lo que sucedió en la Nochebuena es una obra de Dios, no de los hombres. ¿En qué consiste esa obra? La respuesta la encontramos en el niño envuelto en pañales por su madre y recostado en un pesebre. La obra de Dios, decidida y proyectada por él, fue colocarse en nuestro lugar, lo más marginal posible para que nadie quedara afuera, y asumir nuestra condición humana con todas sus posibilidades y limitaciones, menos el pecado. Ponerse en el lugar del otro, cuando ese lugar está plagado de riesgos, es una obra de amor. Nadie lo hace si no ama intensamente y si no está decidido a serle fiel hasta la muerte. Aquí contemplamos la verdad, el amor y lo verdaderamente bueno y bello que nos viene de Dios, a cuya imagen y semejanza fuimos creados.

Si bien es una obra de Dios, él no quiso realizarla sin el concurso nuestro. No es una obra individual, sino colectiva. Dios resolvió que en esa obra esté directamente implicado el ser humano y toda la creación, porque así es Dios: Trinidad en el Amor. Si no partimos de esta verdad, nada de lo que estamos celebrando esta noche tiene sentido y, además, pierde razón de ser todo lo que hace a nuestra fe y religión. Si lo que aconteció hace dos mil años en una gruta de Belén no pasara de ser una hermosa leyenda, la noche de la humanidad continuaría tal cual sin que hubiera alguna esperanza de luz en el horizonte de la vida humana. Sin embargo, sucedió. Dios nos sorprendió con su modo de hacer las cosas, más aún, nos invitó a que lo acompañáramos en su obra.

Para nosotros, creyentes, es razonable pensar que Dios pueda intervenir en la creación, dado que es obra suya; y, además, que lo haga al modo que él quiera hacerlo. La inteligencia nos hace comprender que el grado más alto del amor es ponerse en el lugar del otro y asumirlo sin violencias ni intimidaciones. Dios se hizo presente entre los hombres de un modo sorprendentemente sencillo, humilde y confiado, sin pretensiones ni exigencias de ser tenido en cuenta. Vino creando lazos de amistad con todos, empezando por los menos favorecidos en la sociedad. Por eso, para poder gozar de su cercanía y amistad, nos invita a compartir y a imaginar con ellos programas cuiden la vida y la familia, el trabajo, la salud y la educación, inspirándonos en los valores del Evangelio.  

También hoy sucede como en los tiempos de Jesús. El alumbramiento de Dios en una pobre gruta de Belén no se distinguió por nada especial. En realidad, fueron muy pocos los que vieron esa luz en una noche oscura y fría. Y esos pocos eran gente sencilla y con una instrucción muy rudimentaria, pero generosos, de mirada atenta y actitud acogedora. Ellos se llenaron de gozo cuando recibieron la noticia de ese nacimiento. Por otro lado, esa noticia inquietó al poder de turno, el cual, habiéndose enterado del nacimiento por unos sabios venidos de lejos, se sintió amenazado, se llenó de miedo, y salió matando a cuanta criatura encontró a su paso. Sin embargo, Dios sigue confiando en el hombre que creó a su imagen y semejanza, y continúa fiel a su misión de salvarlo, aun a costa de perder su propia vida. Continúa apostando a la cercanía y a la amistad, insistiendo en invitarnos a colaborar con él en su obra de ir forjando una familia humana, la que, a ejemplo de él, sea tolerante, respetuosa y amante de todos, sin excluir a nadie.

Los detalles de este nacimiento los registra el evangelista Lucas. Él mismo, al inicio de su evangelio, advierte que se ha informado cuidadosamente de todo desde los orígenes para escribir un relato ordenado de los acontecimientos que sucedieron entonces (cf. Lc 1,1-2). Lucas no es un cuentista de la época, sino alguien que averigua bien lo que sucedió antes de ponerlo por escrito. De él tenemos algunos datos claves del nacimiento de Jesús, entre los cuales les propongo que escuchemos una parte breve del texto que proclamamos en el Evangelio: Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue (Lc 2,6-7).

También a nosotros nos pasa que estamos ocupados en muchas cosas y descuidamos las importantes, que son pocas. Sin embargo, Dios no se irrita por el maltrato que le damos, insiste, espera y continúa fiel a su obra de amor. A pesar de encontrarse con “albergues ocupados” y “puertas cerradas”, Dios se hace un lugar para continuar fiel a su alianza de no abandonar a las criaturas creadas a imagen y semejanza suya. En medio de la indiferencia de la gran mayoría de los hombres y mujeres, se destaca María: ella se ofreció como “habitación” toda disponible para Dios. No se escucha de ella ni de José algún reproche o disgusto por la ingratitud de la gente. Contemplando al recién nacido, María y José siguieron creyendo en Dios y también en aquellos que les cerraban las puertas.

Vivamos la Navidad creando el mayor espacio posible en el “albergue” de nuestro corazón y de nuestra familia para Dios y para los otros. Si la situación económica lo permite, compartamos con los que menos tienen; invitemos a nuestra mesa a los que nadie quiere, porque es el mejor modo de hacer espacio para encontrarnos con la presencia viva de Jesús. Frente al pesebre, que siempre debe estar junto al árbol de navidad, recemos por nuestra patria y por los que la gobiernan; por nuestras familias y por los que más padecen la emergencia que estamos atravesando.  

Les deseo alegría y felicidad para estas fiestas. Pero no cualquier felicidad, sino aquella que nos abre espontáneamente a los que tenemos al lado y busca desinteresadamente abrirse a todos sin dejar afuera a nadie. Esa felicidad que brota del amor de Dios sembrado en la historia de los hombres una noche en Belén, y que continúa creciendo con la fuerza incontenible de Jesús resucitado, invitándonos a abrir las puertas de nuestro albergue, como lo hizo María, tierna Madre de Dios y de los hombres.

 

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes