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BELLA VISTA, IGLESIA DEL CARMEN, 29 DE FEBRERO DE 2020

Homilía para el Primer Domingo de Cuaresma

Inicio del ministerio parroquial del Pbro. G. Valenzuela

Nos hemos reunido esta tarde un grupo de pecadores y pecadoras con un enorme deseo de convertirnos a una vida que esté mucho más de acuerdo con nuestro bautismo. Sentimos que a ese cambio nos mueve el apasionado amor que Dios nos tiene, a pesar de la poca respuesta que logramos darle. Sin embargo, Él nos da una nueva oportunidad para enderezar nuestros pasos en este tiempo favorable, que hemos iniciado el Miércoles de Ceniza, y que hoy continuamos con el Primer Domingo de Cuaresma.

En este contexto cuaresmal, acompañamos el inicio del ministerio parroquial del Pbro. Gregorio Valenzuela, mientras agradecemos los años de servicio pastoral que ha prestado aquí el Pbro. Osvaldo L. Raimondo. Es una coincidencia providencial que estemos realizando el inicio del ministerio parroquial al comienzo del santo tiempo de Cuaresma. Un aspecto esencial del servicio que le compete al sacerdote, a quien se le confía el cuidado pastoral de una comunidad, es precisamente predicar la Palabra de Dios que nos invita a la conversión; animar y acompañar a su comunidad en el camino de conversión brindándole el sacramento de la Reconciliación; y celebrar con ella el misterio pascual, que nos colma la esperanza de una vida nueva, y nos compromete a vivir más a fondo el amor a Dios y al prójimo.

La Palabra de Dios que hemos escuchado hoy nos da mucha claridad sobre los peligros que acechan al ser humano en todos los tiempos, desde el inicio de la creación. En este sentido, bien podemos decir que no hay nada nuevo bajo el sol. Aunque las circunstancias y formas sean diferentes, en el fondo el ser humano se juega la vida en el modo cómo se vincula con Dios, con sus semejantes, y con las cosas. La primera lectura nos advierte de un engaño, en el que es muy fácil caer: dejar a Dios de lado y construir la propia vida de acuerdo con lo que más le place a uno mismo y con lo que cree que le hará sentirse mejor y más feliz. En otras palabras, erigirse en el dueño absoluto de la propia vida, olvidando que es un bien que ha recibido y del cual tendrá que dar cuentas. Y cuando uno se siente con derechos para decidir sobre la propia vida, sin tener en cuenta que es un don que ha recibido y del cual tendrá que dar cuentas, se convierte también en dueño de la vida de otros y con derechos a decidir quién vive y a quién hay que aplicarle la pena de muerte aun antes de haber nacido.

El engaño consiste, como lo hemos escuchado en la primera lectura, en creer que, si se transgrede el único límite que Dios le puso a su criatura, que es su condición de haber sido creada y, por consiguiente, de haber recibido la vida como don, “se les abrirán los ojos y serán como dioses” (Gen 3, 5). En esta frase tan seductora se esconde la trampa de creer que, sin Dios, se alcanzaría la felicidad total que él le estaría privando a la criatura imponiéndole arbitrariamente sus límites. Las consecuencias de la transgresión no se hicieron esperar como lo escuchamos en la primera lectura: roto el vínculo con Dios, se desmoronaron las relaciones interpersonales, buscando culpabilizar al otro del desastre. Esto nos sirve como espejo en el que podemos sentirnos reflejados también nosotros hoy, a pesar de los varios milenos que nos separan de la experiencia del pecado que nos narra el libro del Génesis.

Afortunadamente no estamos solos ni perdidos aun cuando hayamos pecado. Dios Padre, que nos ha creado por amor, en su inmensa bondad nos socorre mediante su hijo Jesús. Él nos enseña, así como lo hemos oído en el Evangelio de hoy, a combatir la tentación que se presenta siempre fascinante y con una engañosa apariencia de bien. ¿Cómo se sale airoso de una tentación? Miremos a Jesús y aprendamos de él: a la tentación se la vence con el poder de la Palabra de Dios: a la primera tentación, Jesús responde: «El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»; a la segunda: «También está escrito: “No tentarás al Señor tu Dios”»; y a la tercera: “Retírate, Satanás, porque está escrito: «Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo redirás culto»”. Jesús nos enseña a no dialogar con el padre de la mentira, sino a vencerlo con el poder de la Palabra.

La Palabra de Dios tiene la fuerza de convocarnos y hacer de nosotros una comunidad de hermanos y hermanas, una verdadera familia en la que no se excluya a nadie y se respete a todos. Una comunidad cristiana es testimonio luminoso de que es posible convivir y dialogar con todos en un mundo que se está volviendo cada vez más violento. El ministerio del párroco es un servicio que mira ante todo a la unidad de la comunidad, a fortalecer los lazos de amistad con todos, cuidando de que nadie se sienta solo y aislado; y de animar a ser una comunidad testimonial, abierta y misionera, que se distinga por ser caritativa e inclusiva, especialmente con los más vulnerables que son los niños, los enfermos, los ancianos, los pobres y las personas alejadas de Dios.

Para ello, el párroco tiene que estar concentrado en dos servicios pastorales imprescindibles en una comunidad cristiana. El primero, preparar y acompañar a la comunidad a una participación activa en la Eucaristía; y el segundo, estar disponible para el sacramento de la Reconciliación. Las demás actividades pastorales, como por ejemplo, la catequesis, la liturgia, caritas, la familia, los enfermos, los jóvenes y los niños, están orientadas hacia la Eucaristía y, a su vez, proceden de ella. En otras palabras, toda la vida cristiana conduce a la mesa eucarística, donde se nutre de la Palabra de Dios y del Pan de Vida, para salir de allí fortalecida para la misión.

Al párroco se le confía el cuidado pastoral de una porción de la comunidad diocesana, llamada parroquia. Una tarea indispensable suya será la de estar en comunión afectiva y efectiva con sus hermanos presbíteros en el decanato y el presbiterio, y con el obispo, evitando la tentación de convertir la parte en un todo y aislarse. Dos organismos insustituibles que hay que cuidar y renovar constantemente son los consejos de pastoral y de asuntos económicos, conformados por fieles que den testimonio transparente de su vida cristiana y tengan una preocupación constante por llegar a todos, y trabajar para obtener los recursos necesarios, de manera que la misión avance y se haga realidad en todos los ambientes (cf. Aparecida, 203).  

Por último, queridos hermanos y hermanas, recen por su cura párroco. La oración fiel y constante sostiene y anima la vida y el ministerio del sacerdote, porque sólo un sacerdote enamorado del Señor puede renovar una parroquia (cf. Aparecida, 201). Al P. Gregorio le decimos que en su oración cotidiana ore por el pueblo que hoy se le confía a su cuidado pastoral. Y todos juntos nos encomendamos a la bondadosa y segura protección de Nuestra Señora del Carmen.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes