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Homilía en la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Corrientes, capilla de Santa Rita, 14 de junio de 2020

La crisis en la que nos sumergió la pandemia del COVID-19 imposibilita que nos encontremos alrededor del Altar del Señor para compartir el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. Nos vemos obligados a hacerlo de un modo al que no estábamos acostumbrados. Hoy estamos en nuestros hogares participando a través de alguna de las ofertas digitales. Por cierto, que este modo de participar no es como lo hacíamos en los años anteriores cuando nos reuníamos en el templo y, luego de celebrar solemnemente la Eucaristía, salíamos en procesión con el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad, para concluir con la bendición al regresar al atrio de la Catedral. Esperemos superar pronto esta adversidad para volver a encontrarnos y sentirnos pueblo de Dios, uno junto al otro, peregrinos y fortalecidos por el alimento que nos da la Vida verdadera.

Mientras tanto vamos aprendiendo a transitar este tiempo, tratando de asumir lo mejor posible el pequeño espacio que tenemos para “partirnos” como el pan, y estar al servicio de aquellos con quienes convivimos en nuestra vida diaria, con paciencia, soportándonos unos a otros con la mejor disposición para hacer más llevadera la vida de todos. Esta realidad y los demás aspectos de la reducida vida laboral y social, y teniendo presente a muchos que están prestando servicios para que la vida de la comunidad no se vea aún más afectada, nos tiene que llevar a descubrir, a ver y a vivir la presencia de Dios y su actuación aún más cercana y con nuevos beneficios en comparación con aquella que vivíamos en la llamada anterior normalidad.

La crisis es una parte constitutiva de nuestra vida: crecemos y maduramos atravesando y superando obstáculos. No estamos solos en esos momentos, al contrario, es en la aflicción y las lágrimas donde Jesús está más presente y donde nos asegura que son “felices los afligidos y porque serán consolados” (Mt 6,5). Pero necesitamos aprender a afligirnos con él, con la certeza que nos da él mismo cuando nos asegura que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20). Por eso, abrámosle confiados nuestro corazón y nuestra mente y pidámosle que nos dé su Espíritu para escucharlo y darle el lugar que Él se merece en nuestra vida. Vayamos, entonces, con la mejor disposición interior a reflexionar la Palabra de Dios que hemos escuchado. En la primera lectura encontramos al pueblo de Israel en el desierto, por el cual tuvo que peregrinar durante cuarenta años para llegar a la tierra que Dios le había prometido. Una larguísima cuarentena, a través de la cual Dios probó a fuego la fidelidad del pueblo que él mismo había elegido para ser depositario de su promesa.

¿Cómo hizo ese pueblo, elegido por Dios entre todos los demás pueblos de la tierra, para soportar esa tremenda prueba? Hay dos verbos en la lectura que nos dan la clave: “acuérdate” y “no olvides”. Moisés, el gran profeta y conductor de ese pueblo le ayuda a recordar lo que Dios hizo y hace por su pueblo: le trae a la memoria la extraordinaria hazaña que Dios llevó a cabo cuando lo liberó de la esclavitud de Egipto; y luego, durante su sacrificada travesía por el desierto, afligido, hambriento, sediento y acosado de todo tipo de adversidades, Dios hizo brotar agua de la roca y le dio de comer el maná, para hacerle comprender que “el hombre no vive solamente de pan, sino de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8,3). La memoria viva de este pueblo fue su salvación; en cambio, cuando perdía esa memoria adorando “ídolos de oro y plata, hechura de manos humanas” (Sal 115,4, se extraviaba, porque “no hay hombre que modele un dios igual a sí mismo” nos recuerda con mucha clarividencia la Palabra de Dios.

El ser humano se encuentra siempre en riesgo de perder la memoria o de utilizarla en daño propio, como le sucedió en más de una ocasión a Israel, el pueblo elegido. También hoy estamos corriendo ese riesgo cuando olvidamos que fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; que al Amor de Dios nos abrazó desde los orígenes de nuestro pueblo en el signo de la Cruz de los Milagros; que ese amor se manifestó a través de más de cuatro siglos en nuestra Tierna Madre de Itatí; y que a lo largo de nuestra historia nos iluminó e instruyó con la Palabra, alimentó con la Eucaristía, y fortaleció para poder peregrinar como pueblo, abierto y generoso con los hombres y mujeres que venían de otras partes a convivir entre nosotros en este suelo.

Aún en medio de graves infidelidades al Amor de Dios, que nos fue predicado desde los orígenes, como fueron las ambiciones que nos llevaron a enfrentamientos estériles; el abandono en el que dejamos a los pobres y desvalidos; y el maltrato que ocasionamos al ambiente en el que vivimos, Dios no nos abandonó. Continúa alimentándonos, ya no con el agua o el maná del desierto como a nuestros antepasados, sino con su Palabra que es viva y eficaz y con Él mismo, Pan de Vida, que es nada menos que la misma vida que él comparte con su Padre. Esta es la memoria que no debemos olvidar y que, transitando esta cuarentena, necesitamos mantener viva y fuertemente operativa mediante la oración y con el amor convertido en servicio generoso y humilde hacia quienes nos debemos por lazos familiares, o hacia quienes tenemos responsabilidades por la función que nos fue encomendada.

Cada vez que nos reunimos para celebrar el sacrificio de la Santa Misa, hacemos memoria viva del misterio pascual, participamos realmente de la vida nueva de Jesús Resucitado que se nos entrega como Pan vivo bajado del cielo, Pan de Vida que alimenta y fortalece la unión con él y con los hermanos. San Pablo, escribiéndoles a los cristianos de la comunidad de Corinto, les recordaba que “Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan” (1Cor 10,17). Con él, también nosotros profesamos la fe en Jesús, que se nos revela, como lo oímos proclamado en el Evangelio, pan vivo bajado del cielo: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo” (Jn 6,51).

Al inicio decíamos que hoy sentimos mucho al no poder salir a caminar por las calles de nuestra ciudad para honrar públicamente el Santísimo Sacramento. Pero, por otra parte, se nos brinda la providencial ocasión para recorrer con Él los espacios interiores de nuestra propia vida y dejar que su presencia los ilumine, purifique y transforme en lugares sensibles, disponibles y acogedores de todos, especialmente de aquellos a quienes más nos cuesta perdonar y tratar con paciencia; de aquellos que considero inferiores y despreciables; o de quienes tiendo a hablar mal por el solo placer de dañarles la fama; en fin, nos hará mucho bien darnos un tiempo de silencio, o de colocarnos delante del Santísimo Sacramento, que en este tiempo de aislamiento social se encuentra expuesto en alguna de las redes sociales, y abrirle la puerta y suplicarle que actúe con su poder transformador en nuestra vida.

Mientras nos preparamos para participar del memorial de Jesús Resucitado, de su amorosa y total entrega al Padre y a nosotros, y del banquete eucarístico, nos encomendamos a nuestra tierna Madre de Itatí, para que nos enseñe a tener un trato cercano y confiado con su Divino Hijo Jesús, y así poder acoger a todos, sin excluir a nadie, a la mesa común de los hijos y hermanos.

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes