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MONS. ANDRES STANOVNIK

Reflexión con motivo de la memoria de San Camilo

Corrientes, Hospital Escuela, 14 de julio de 2020

Hoy nos reunimos alrededor de la Mesa del Altar para celebrar la Eucaristía y en ella hacer memoria de San Camilo, el santo de los enfermos, de sus familiares y de todo el personal de la salud. Les traigo, ante todo, el saludo de Mons. José Adolfo Larregain, obispo que me ayuda en el servicio episcopal, quien, junto con el Pbro. Miguel Gómez, Vicario episcopal de la pastoral de la Salud, el Pbro. Daniel Danuzo, capellán de este hospital, y el Pbro. Antonio De Iacovo, paciente recuperado recientemente por la eficiente asistencia sanitaria que recibió aquí; y con nuestra familia camiliana, deseamos y orar hoy por los enfermos, por sus familiares, y, en particular, por todo el personal de este Hospital. Estamos viviendo tiempos difíciles en todo el mundo, provocados por la pandemia del COVID-19, lo cual impide que otros más pudieran participar presencialmente en este acto, pero providencialmente tenemos a disposición los medios digitales que nos permiten participar a distancia y unirnos espiritualmente a este momento de oración.

La unión espiritual es una dimensión real de la vida, que nos recuerda también otra verdad: somos una asamblea de hermanos y hermanas unidos por la vida nueva de Cristo resucitado y confesamos esa unión cuando afirmamos: creo en la comunión de los santos, es decir, en la común unión de todos los bautizados, entre los cuales existe la comunión de bienes, que nos vienen de Cristo que es la cabeza de esta gran reunión de bautizados. En Él encontramos la respuesta a todos los interrogantes de la existencia, una respuesta que no está formulada en alguna argumentación lógica que satisfaga inmediatamente nuestra inteligencia. Por el contrario, la razón suele colapsar ante la respuesta que Dios nos brinda para superar las adversidades a las que estamos expuestos.

Hoy podríamos preguntarnos cuál es la respuesta que Dios da a las crisis por las que atraviesa un ser humano, o un pueblo, y en el caso actual, toda la familia humana. O aún más concretamente: estamos en un lugar donde tanto el paciente como el médico luchan por superar la crisis que provocó la enfermedad, cuál es, entonces, la respuesta de Dios a los padecimientos a los que nos somete una enfermedad. Más aún, qué decir de la crisis en la que nos sumerge el sufrimiento y la muerte de un inocente. Y si miramos la crisis en su manifestación más trágica, nos encontramos con el fin de la vida. Preguntémonos de nuevo: ¿tenemos alguna respuesta de parte de Dios a estas cuestiones terminales que agobian nuestra existencia?

Pero antes de ir a la respuesta de Dios, prestemos atención al interrogante sobre quién es el causante principal de las crisis más graves que padecemos los seres humanos: crisis que consiste en la lucha entre el bien y el mal, entre el amor y el odio. ¿Y quién es el infeliz y fracasado autor de esa crisis? ¿Es el hombre mismo? Si fuera solo él autor, ¿por qué no puede superar esa controversia? El misterio del mal, ¿es solo una fuerza impersonal, una especie de energía negativa, o es alguien? Y si es alguien, ¿quién es? Desde la luz de la fe lo único que podemos decir del mal es que se trata alguien que aparece como más fuerte que el ser humano, alguien que utiliza el arte de confundir, dividir y enfrentar. Entre los muchos nombres que se le atribuyen están estos: maligno, demonio, Lucifer, Satanás, espíritu del mal, príncipe de las tinieblas, el padre de la mentira, etc. El respecto, el papa Francisco, dice que “la convicción de que este poder maligno está entre nosotros, es lo que nos permite entender por qué a veces el mal tiene tanta fuerza destructiva. (…) De hecho, cuando Jesús nos dejó el Padrenuestro quiso que termináramos pidiendo al Padre que nos libere del Malo. La expresión utilizada allí no se refiere al mal en abstracto y su traducción más precisa es «el Malo». Indica un ser personal que nos acosa. Jesús nos enseñó a pedir cotidianamente esa liberación para que su poder no nos domine” (Gaudete et exultate, 160).

¿Puede el ser humano superarlo por sus propias fuerzas? Si la respuesta es positiva, entonces Dios sobra. Y la crisis es solo una etapa de un proceso en el cual el hombre llegaría, por sí mismo, a convertirse en bueno. Aquí nos encontramos, entonces, en la gran encrucijada de la vida: creer que fuimos creados por Dios y que Él tiene algo que ver con nosotros; o no creer en Dios, y construir la propia vida y la convivencia social exclusivamente sobre la razón humana, con la esperanza de que con el correr del tiempo el ser humano logre orientar todos sus esfuerzos hacia el bien de sus semejantes y de la creación, ganándole la batalla al provocador del odio y del mal. Si esto fuera verdad, reiteramos, Dios está demás.

Sin embargo, nosotros creemos que Dios existe, que nos ha creado por amor y que el amor es la vida íntima de Dios, y que Él se comprometió con el ser humano a no dejarlo solo en la terrible contienda que debe librar entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte. Y así lo hizo en su Hijo Jesucristo, nacido de la María la Virgen, que predicó el perdón y el amor de Dios para todos, y que, arriesgando su propia vida en el combate contra el odio a Dios, que es Amor, salió victorioso, resucitando de entre los muertos. Por eso, la cruz cristiana es la respuesta de Dios a la crisis de muerte que provoca el odio y todas sus derivaciones: la envidia, la soberbia, la mentira, etc.  

Así lo hemos oído tanto en la primera lectura como en el Evangelio. Recordemos al Apóstol san Juan: “Queridos hermanos, nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la Vida, porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama, permanece en la muerte”. Y luego en el Evangelio: “Como el Padre me amó, también Yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. (…) Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes y ese gozo sea perfecto”. Y un poco más adelante, se nos describe en qué consiste el amor: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos (…) Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros”. La señal de parte de Dios para superar las crisis nos la entrega Cristo en la cruz y nos invita a abrazarla con Él. Amar, de acuerdo con lo que Dios nos da a entender a través de Jesús, es darse sin medida. Cualquier intento de descontarle algo a esa medida, deja de ser amor para convertirse en complicidad egoísta, donde uno da a cambio con la condición de que el otro entregue la contraparte.

Les propongo que recordemos las palabras que pronunció el papa Benedicto XVI referidas a este tema: “La cruz es la respuesta de Dios al fin, a la muerte (…) El mundo necesita la cruz. No es simplemente un símbolo de devoción privada, ni una insignia de pertenencia a algún grupo en la sociedad, y su significado más profundo no tiene nada que ver con la imposición forzada de un credo o una filosofía. Habla de esperanza, de amor, de la victoria de la no violencia sobre la opresión, habla de Dios que enaltece a los humildes, da fuerza a los débiles, ayuda a superar las divisiones y a vencer el odio con el amor. Un mundo sin cruz sería un mundo sin esperanza, un mundo donde la tortura y la brutalidad seguirían siendo salvajes, los débiles serían explotados y la codicia tendría la última palabra. La inhumanidad del hombre contra el hombre se manifestaría de manera aún más tremenda, y no existiría la palabra fin al círculo maléfico de la violencia. Sólo la cruz pone fin a ello” (Homilía, 5 de junio de 2010).

A la luz del misterio de la cruz de Cristo, podemos comprender mejor la trascendencia religiosa y cultural del signo que acompaña desde los orígenes al pueblo correntino: la Santísima Cruz de los Milagros, llamada con mucha sabiduría cruz fundacional. Fundacional por partida doble: fundacional porque dio origen al pueblo correntino; y fundacional porque sostiene, da permanencia y sentido a nuestra existencia individual y comunitaria a lo largo del tiempo. Sólo desde la cruz, como misterio de amor, se entiende el sacrificio y la entrega de la propia vida a los demás. El servicio es la expresión ordinaria de ese amor y de esa entrega. Aun cuando una persona sea indiferente al misterio de la cruz cristiana, y sin embargo se conduce en la vida por los valores del amor, de la libertad, de la justicia, del perdón, y es generosa y servicial, está viviendo de la fuente de valores que se desprenden del misterio de la cruz liberadora de Jesucristo.

Contemplando el misterio luminoso de la cruz, camino por el cual el mismo Dios vence la peor crisis del ser humano: el pecado, la muerte y el mal que pesan sobre él, nos damos cuenta que en ella Dios traza el itinerario de salvación para el género humano. Las estaciones de ese itinerario son la cercanía, la compasión y la verdad. El Dios en quien creemos y en quien esperamos, es un Dios cercano. Esta cercanía se manifestó hasta el extremo en la cruz de Jesús: es una cercanía de amor, de compasión y de una entrañable misericordia. Ésta es la verdad que se convierte en camino de vida y de libertad, y es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad.

Camilo de Lelis, fundador del Instituto de los camilianos, que luego dieron origen a las camilianas, fueron hombres y mujeres con mayor experiencia y calidad en tratar a los enfermos y a sus familiares. De él se decía que trataba a cada enfermo como si tratara al mismo Jesús en persona. Sus compañeros, vistiendo hábitos blancos con una cruz roja en el pecho, atendían a los heridos en los campos de batalla como signo de fraternidad 250 años antes del nacimiento de la Cruz Roja Internacional. Como lo mencioné en otra ocasión al celebrar la Eucaristía en este lugar, los invito a visitar la página que tienen los camilianos en la web y aprovechar el excelente material que ofrecen para el acompañamiento humanitario y cristiano de los enfermos y de sus familiares, y para aprender a trabajar el dolor que provoca la muerte de un ser querido: www.pastoralsalud.com; www.humanizar.com; o “grupo resurrección” en un buscador de la web.

Demos gracias a Dios por el don de la fe y por los numerosos ejemplos de heroísmo que vemos en aquellos que arriesgan su vida en los hospitales y en los diversos puestos sanitarios. Pidamos a María, Tierna Madre de Itatí, que cuide a nuestros enfermos y a sus familiares, y supliquémosle por su pronta recuperación. Y, a todos nosotros, que Ella nos proteja de todo mal, especialmente del COVID-19, y nos sostenga y consuele en el camino del bien.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes