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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en la Misa Crismal celebrada en la Iglesia Catedral

Corrientes, 4 de agosto de 2020

El Año Mariano Nacional nos brinda el contexto espiritual para celebrar la Misa Crismal. Como sabemos, esta debió postergarse a causa de la pandemia del COVID-19, que aún nos condiciona a vivirla a través de las redes sociales, a las que agradecemos ese valioso servicio que nos permite estar comunicados. Hemos elegido esta fecha para consagrar el crisma, bendecir los óleos para los catecúmenos y los enfermos, y renovar nuestras promesas sacerdotales, porque es el Día del Cura párroco y de los Sacerdotes. A todos ellos les decimos hoy que los queremos, que seguimos rezando por cada uno, y que valoramos mucho su dedicación a los enfermos y a sus familiares en estos tiempos difíciles que estamos atravesando.

  Junto con todos los sacerdotes y muy unidos a nuestras comunidades, asumimos el lema y el tema que se propuso para este año dedicado a la Madre de Dios y de la Iglesia: “Con María, servidores de la esperanza”; y también con el tema: “María, Madre del Pueblo, esperanza nuestra”. La clave del Año Mariano es la esperanza, pero no cualquier esperanza sino la esperanza que nos viene con María, Madre de Dios y Madre nuestra. ¡Qué providencial resultó que este año nos invitaran a la esperanza aun sin haber tenido noticias de la pandemia! El Espíritu Santo, que nos unge y sostiene en la esperanza a nosotros, es el que cubrió, sostuvo y condujo a la plenitud y felicidad a la bienaventurada Virgen María. Ella, la “llena del Espíritu Santo”, la ungida que perseveró en la fe, acompañó a la Iglesia naciente a dar sus primeros pasos, la alentó a no desanimarse ante las pruebas y a confiar en la poderosa mano del Señor.

El día de nuestra ordenación sacerdotal, en el momento de ungirnos las manos, el obispo pronunció estas palabras: “Dígnate, Señor, consagrar y santificar estas manos con esta santa unción y tu santa bendición”. Fuimos ungidos con el óleo de la alegría y no con un óleo de tristeza y depresión, para que una vez ungidos, y purificados primero nosotros, consagremos a nuestros hermanos en la fe y la esperanza, para fortalecerlos en el combate contra el Maligno, que es quien infunde miedo, se sirve de la confusión, y desgasta con la división. La unción es para liberarnos de toda opresión y consagrarnos a la tarea de cultivar la comunión y abrir espacios a la misión. Para ello fueron ungidas nuestras manos y en ello deben estar ocupadas.

No nos desanimemos por los magros resultados que a la vista podemos observar de nuestros esfuerzos pastorales. A Jesús no le fue mejor nada menos que en el pueblo donde se había criado y al inicio de su misión, de acuerdo con el texto del Evangelio (cf. Lc 4,16-21), que hemos proclamado. Mantengamos nuestra mirada fija en Jesús, el Ungido del Padre, que fue enviado a liberar a los hombres de toda sujeción y abuso autoritario, rescatarlos de las tinieblas del pecado y del sinsentido de la vida, y llevarlos a la vida de la gracia que es la vida de Dios. Nuestras manos ungidas son la extensión providencial y necesaria de la acción redentora y liberadora del Señor.

Con esas manos disponibles y abiertas, y nuestros ojos fijos en Él, vamos a bendecir los óleos para los catecúmenos y los enfermos, y a consagrar el santo crisma. Con estos elementos introducimos a nuestros hermanos y hermanas en la vida de la gracia, que es esa inmersión en el maravilloso misterio de la unión con Cristo y por medio de Él con el Padre y el Espíritu Santo. Esto los fortalece en la unión y los hace valientes para la misión, sobre todo en el combate espiritual contra el mal, que siempre busca el conflicto para desunir, aislar e infundir miedo. María, Madre de Dios y Madre nuestra, es la realización plena de esa unción, por su apertura, docilidad y entrega total a la acción del Espíritu Santo. Bien podemos decir de ella que es la madre de la unidad, de la comunión y de la misión.

María, Madre del Pueblo, genera una comunidad de hijos y de hermanos, porque no se guardó nada para sí misma, sino que todo lo puso a disposición de la voluntad del Padre, quien pudo, a través de ella, enviar a su Hijo al mundo para salvar a la humanidad del aislamiento, la destrucción y la muerte, que produce el pecado. Su amorosa ternura, unida a la acción del Espíritu del Señor, crea una cálida convivencia familiar, esa que experimentamos los creyentes cuando nos reunimos en torno a ella, nos dejamos tomar de su mano y conducir al encuentro de su Hijo Jesús. Ella, luminosa por el resplandor que recibe de Cristo, el sol que nace de lo alto, peregrina junto con nosotros y nos anima a no desfallecer en el camino.

Los dos principales efectos de la unción son: ante todo, unir al ungido a aquel que lo unge, y luego, recibir de él la misión. La unción es para la misión y la misión es para la comunión. Eso es lo que sucedió en María de Nazaret cuando en la anunciación aceptó unirse toda y para siempre al Espíritu Santo y comprometerse a ser la madre del Mesías. Ungida para la misión fue misionera de la comunión. Por eso con toda razón la celebramos este año como “María, Madre del pueblo, esperanza nuestra”. Ella fue ungida para ser la madre de Jesús y en Él también para ser la madre de un pueblo de hijos y hermanos. Ella es la Tiernísima Madre de Dios y de los hombres, por haber sido fidelísima a la unción y a su misión.

También nosotros, obispo y presbiterio, fuimos ungidos el día de nuestra ordenación para unirnos estrechamente a la vida y misión del Señor Jesús. Unión que necesitamos renovar diariamente, nutriéndola de una constante vida de oración, meditación de la Palabra de Dios y vida sacramental y, en particular, del sacramento de la reconciliación. El Pueblo de Dios tiene necesidad de sacerdotes que tengan una profunda experiencia de Dios y que esa experiencia refleje en sus actitudes y en sus palabras el corazón del Buen Pastor. Para ello, la integración y unidad interior son una condición indispensable para la coherencia y transparencia de vida en todo aquel a quien se le ha confiado una misión, sea en el orden familiar, social o religioso, porque nadie da lo que no tiene.

El Santo Cura Brochero, que la Iglesia nos regaló como ejemplo y amigo de Dios a quien recurrir en nuestras necesidades, se fue haciendo cura a lomo de mula para llegar hasta los últimos. Que también nosotros nos animemos a ser hoy curas a “lomo de pandemia”, para estar cerca de los enfermos y aliviarlos, sostener la fe de sus familiares, animar a los que ya no soportan el aislamiento, haciendo también nuestras las palabras del Santo: "Yo me felicitaría si Dios me saca de este planeta sentado confesando y predicando el Evangelio".

Encomendamos a Nuestra Tierna Madre de Itatí las promesas sacerdotales que a continuación vamos a renovar, y le pedimos que toda nuestra vida y ministerio sea una alegre, generosa y valiente entrega a Jesús, Buen Pastor y a su Pueblo, para que, fortalecido en la fe y la esperanza, no tenga ningún miedo de nada ni de nadie porque, estrechamente unidos a Jesús, nada malo nos puede pasar.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes