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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía para la Misa del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

Corrientes, Iglesia Catedral, 5 de junio de 2021

Por segundo año consecutivo nos encontramos limitados para celebrar la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo como estábamos acostumbrados a hacerlo: procesión con el Santísimo Sacramento por las calles de nuestra ciudad, en conjunto con las comunidades parroquiales más cercanas, precedida por una esmerada preparación de la carroza que transportaba la custodia, y todo eso vivido con una gran devoción a la presencia real y sacramental de Jesús en la Eucaristía. Sí, creemos firmemente que Jesús está presente de un modo real y sustancial en el Pan de Vida.

Hoy estamos confinados en nuestros hogares, con la nostalgia de no poder expresarnos como pueblo peregrino y, sin embargo, estamos llenos de esperanza en Aquel que hizo nuevas todas las cosas (cf. 2Cor 11,17) y con quien tenemos la certeza de superar también esta crisis sanitaria, que nos hace sufrir mucho a todos. Estas privaciones que nos impiden poder expresarnos juntos deben aumentar en nosotros el deseo del encuentro y de la celebración presencial. La existencia humana tiene esa dimensión sacramental por la que no puede prescindir del signo visible. Dios mismo lo quiso así y lo asumió amorosamente mediante la encarnación de su Hijo en el seno purísimo de la Virgen, para hacerse en todo solidario con nuestra condición humana, menos en el pecado, como hemos aprendido en el catecismo.

La Palabra de Dios nos lleva al encuentro con Él y entre nosotros. Así sucede con toda palabra que busca el bien de la otra persona: crea vínculos de cercanía y de amistad, provoca alegría y aleja los miedos y las preocupaciones, genera confianza y seguridad. Vayamos, entonces, a la primera lectura (cf. Ex 24,3-8). Allí escuchamos cómo Moisés comunicó al pueblo las palabras y prescripciones del Señor, a lo cual el pueblo respondió a una sola voz: «Estamos decididos a poner en práctica todas las palabras que ha dicho el Señor». Y luego, dice el texto sagrado, “Moisés tomó la sangre [de los terneros inmolados] y roció con ella al pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que ahora el Señor hace con ustedes». Sangre derramada es vida entregada, como veremos luego en el acontecimiento de la Última cena de Jesús con sus discípulos. Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel iba creciendo en la conciencia de que la vida para ser fecunda tiene que ser entregada, compartida. Contrariamente, cuando se vive para sí o para un círculo cerrado, se arriesga la fecundidad y el futuro.

Dios habló en la antigüedad por medio de los profetas y ahora nos habla por medio de su Hijo: es Dios mismo que vino a decirnos cuál es el camino seguro para el encuentro con Él y entre los seres humanos, próspero para todos y dichoso para esta vida y pleno de felicidad en el encuentro definitivo con Él. Camino seguro porque Dios mismo lo ha abierto y transitado por obra del Espíritu Santo mediante su cuerpo entregado y su sangre derramada, convirtiéndose así en Pan de Vida para saciar el hambre y los anhelos de encuentro, de fraternidad y de paz. Este es el misterio que sucedió en esa sala que Jesús pidió que se preparara para celebrar la Pascua con sus discípulos y que luego la llevó a cabo por el camino de su pasión, muerte y resurrección, abriendo para todo el mundo la puerta para el encuentro con Dios, con los otros y con la creación.

La mesa de la Palabra y del Pan, instituida por Jesús durante la Última Cena, es, podríamos decir, la pausa necesaria donde compartimos las fatigas del camino; el momento en el que renovamos nuestra fe de continuar viviendo como cristianos nuestra vida diaria; y es el lugar donde recuperamos fuerzas para seguir construyendo en el amor hecho servicio la fraternidad humana en la familia y en la sociedad. ¡Cuánta necesidad tenemos del Pan de Vida! Necesitamos adorarlo, comulgarlo y compartirlo dando testimonio de que vivimos de esa manera porque creemos en Jesús y en su cuerpo vivo que es la Iglesia.

En esta línea de compromiso cristiano, deseo compartir con ustedes los “cinco nudos” a desatar que propuso el papa Francisco al concluir la maratón del Rosario que se rezó en los santuarios marianos de todo el mundo durante el pasado mes de mayo por el fin de la pandemia.

El primer nudo que hay que desatar es el de “las relaciones heridas, la soledad y la indiferencia, que se han profundizado en este tiempo”.

El segundo nudo está dedicado al “desempleo, con especial atención al desempleo juvenil, al femenino, al de los padres y madres de familia, por quienes buscan trabajo y por aquellos que intentan proteger a sus empleados”.

El tercer nudo se rezará por “el drama de la violencia, en particular la que se origina en la familia, en el hogar dentro de la casa, por las mujeres y por las tensiones sociales generadas por la incertidumbre de la crisis”.

El cuarto nudo se ofrecerá por “el progreso humano, para que la investigación científica que está llamada a apoyar, ponga en común los descubrimientos para que sean accesibles a todos, especialmente a los más débiles y pobres”.

El quinto nudo por el que se rezará será el de "la pastoral, para que las iglesias locales, las parroquias, los oratorios, los centros de pastoral y de evangelización puedan recuperar el entusiasmo y tengan nuevo impulso en toda la vida pastoral y para que los jóvenes puedan casarse y construir una familia y un futuro”.

Solos no podemos desatar ni uno solo de esos “nudos”. Necesitamos de Dios, de su Cuerpo y de su Sangre, necesitamos participar íntimamente de Él, escuchar su Palabra, acogerla, confiar en ella y dejarla actuar en nosotros. La Virgen Madre nos enseña cómo se recibe a Dios y con qué decisión se responde a su voluntad. A Ella nos confiamos y le pedimos que escuche la humilde y afligida súplica de sus hijos por el fin de la pandemia; que nos dé un corazón puro para no cansarnos en dialogar con todos y de relacionarnos amigablemente especialmente con los más difíciles o humanamente imposibles de tratar, sea en la familia, entre los parientes, en la convivencia social, o en la vida política; que encontremos modos concretos para aliviar a los que más sufren, a los siempre postergados de participar dignamente de la mesa de los bienes comunes; a Ella, que es “mujer eucarística con toda su vida” -como la señaló San Juan Pablo II- le acercamos a los que más sufren en esta pandemia y también a los que están en primera fila para acompañar, aliviar y curar, como también a sus familiares, especialmente a los que lloran a sus seres queridos y amigos que fallecieron a causa de este mal que nos aflige a todos.

Concluimos exclamando confiados: Cristo Jesús, en ti la patria espera, te necesitamos, no te alejes de nosotros y danos la confianza y fortaleza que necesitamos en este tiempo. Te lo pedimos con insistencia y humildad mediante la intercesión de María tu Madre bienaventurada y nuestra tierna Madre de Itatí. Amén.

†Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 

 

NOTA: A la derecha de la página, en Archivos, el texto como 210605 Homilía Corpus Christi, en formato de Word.


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