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MONS. ANDRES STANOVNIK

Homilía en el XVI Encuentro de Educadores Católicos

Corrientes, 2 de septiembre de 2022

Encontrarnos, compartir y celebrar, es la consigna de este XVI Encuentro de Educadores Católicos. Quisiera reflexionar con ustedes a partir de esa consigna y colocarla en el contexto de la Santa Misa. Y ya de entrada, me gustaría que enfocáramos en el ámbito eucarístico también los contenidos de las dos exposiciones que componen el programa de esta jornada: la conferencia sobre “Una gestión escolar entre nuevas perspectivas e implicancias prácticas” y el taller sobre “Emocionalidad del Docente Post Pandemia”.

A primera vista no aparece tan inmediata la implicancia que puede tener la Eucaristía con esos dos temas, ya que, aparentemente, ambos obedecen a cuestiones más bien prácticas y conductuales de la tarea y de la vida del docente. Pero convengamos que, si la Misa no tuviera ninguna relación con los contenidos de reflexión que se desarrollan en este encuentro, estaríamos ante una especie de esquizofrenia, en el sentido etimológico de la palabra, es decir con una inteligencia escindida y una comprensión fragmentada de la realidad.

Por otra parte, este es un encuentro de educadores católicos. Es precisamente esa identidad la que establece la diferencia y la riqueza que tenemos para aportar a la educación en nuestra sociedad. Si se diluye esa diferencia, pierde calidad y sentido nuestro servicio educativo. Lo que define la identidad del educador católico es su relación personal y comunitaria con Jesucristo. Él es el fundamento, él es quien promueve el sentido nuevo de la existencia, él es la fuente de la visión cristiana de la realidad[1].

Por consiguiente, la mesa en la que se modela la visión cristiana y se consolida la identidad del educador católico es el banquete eucarístico. Hacia esa mesa confluye toda la tarea que lleva a cabo la comunidad educativa, y de ella deriva, como de una fuente, la gracia para llevar a cabo la acción educativa con visión cristiana[2]. En esa mesa se proclama la Palabra, que ilumina y explica lo que vivimos y hacemos; y, en esa misma mesa, compartimos el Pan de Vida, Jesucristo mismo, que hace posible la concreción de los anhelos más profundos que laten en el corazón humano: encontrarnos, compartir y celebrar.

En realidad, la finalidad primera y esencial de la educación, desde aquella que corresponde a los padres en la intransferible obligación y derecho de educar a sus hijos[3], como la que compete a la escuela como espacio público de la educación formal, no puede ser otra que la de capacitar para el encuentro, el compartir y celebrar. Pero para ello es preciso mantener en el centro a la persona. Sin esta finalidad no se puede hablar de educación integral. Porque de qué nos sirve aprender a sumar, o ser capaces de leer un datasheet (una hoja de datos) si después somos incapaces de dialogar, lograr consensos y proyectar un camino juntos, es decir, si no nos hace más capaces para encontrarnos, compartir y celebrar.

Jesucristo, muerto y resucitado, vivo entre nosotros, nos traza el itinerario para alcanzar esos anhelos. Sus palabras y sus gestos nos indican cuál es el programa en el que se contienen las pautas para llegar a encontrarnos, animarnos a compartir y alegrarnos al celebrar. Esas palabras y gestos de Jesús están condensados admirablemente en su itinerario pascual: pasión, crucifixión, muerte y resurrección. Para encontrarnos de veras tenemos que estar dispuestos a sumergirnos sin miedo en el misterio pascual de Jesús. Él es quien limpia el corazón humano para que el compartir no esté contaminado por intereses egoístas. Por eso, solo en Él es posible celebrar con gozo el encuentro y el compartir.

El itinerario pascual de Jesús se actualiza cada vez que nos reunimos alrededor de la Mesa del Altar. Creemos firmemente que todo lo que somos y vivimos, los esfuerzos de nuestra tarea educativa, los logros y los sinsabores de este servicio, y aun nuestro pecado, depositados con humildad junto a las ofrendas de pan y de vino, son transformados por el poder de Jesucristo que venció la muerte, el pecado y el mal, y nos devuelven la fortaleza para seguir creyendo; la esperanza para no desfallecer en el arduo camino que supone ser educadores hoy; y permanecer, además, en ser fieles a nuestra identidad como educadores católicos en un ambiente que se manifiesta poco amigo de los valores cristianos.

También a San Pablo le tocó vivir la cara dolorosa de la Pascua de Jesús, como lo deja entrever en la primera lectura de hoy (1Cor 4,1-5), y en esa situación adversa apela inmediatamente a lo esencial: permanecer fiel en el servicio como administrador de los misterios de Dios. También el Salmo nos animaba a perseverar en el camino de ser fieles a nuestra vocación de servicio en la educación: “Confía en el Señor y practica el bien, Él colmará los deseos de tu corazón, aléjate del mal y siempre tendrás una morada”, es decir, estarás en el camino del encuentro y del compartir. Finalmente, Jesús en el Evangelio (Le 5,33-39) que proclamamos, nos anima a trascender cualquier intento de conservar viejos esquemas, que retrasan o impiden el encuentro abierto y festivo con Él y con nuestros semejantes, sin que se excluya a nadie y con una atención preferencial hacia los más vulnerables.

Encomendamos a María, Tiernísima Madre de Dios, nuestra tarea educativa y le pedimos que cuide a quienes la providencia de Dios coloca a nuestro lado y así juntos aprendamos a desarrollar los talentos que Dios puso en cada uno, a compartirlos con los demás, y a seguir soñando que es posible educarnos en el amor, en la libertad y caminar juntos, peregrinos en esperanza, hacia la Patria del Cielo. Amén.

Andrés Stanovnik OFMCap

Arzobispo de Corrientes

 


[1] Cf. Congregación para la Escuela Católica, La Escuela Católica 34, 1977.

[2] Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosantum Concilium 10.

[3] Cf. Concilio Vaticano II, Gravissimum educationis 6.


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