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Homilía en la Misa del XVII Encuentro diocesano de Educadores

Corrientes, 1 de septiembre de 2023

Lucio Anneo Séneca fue un filósofo hispanorromano contemporáneo de Cristo que vivió en lo que hoy es España y antiguamente parte del Imperio Romano. ¿Por qué empiezo con la referencia a este pensador de hace más de dos mil años? Sencillamente para que veamos que la razón humana bien empleada ofrece luces suficientes para encarar la educación de acuerdo a aquellos valores, que favorecen la humanización de las personas y de la sociedad, y responden a los anhelos de plenitud y felicidad a los que todos aspiramos. Ya en el Antiguo Testamento, el autor sagrado escribía que gracias a la inteligencia se da a todos, tanto creyentes como no creyentes, la posibilidad de alcanzar el “agua profunda” (Pr 20,5).

La parábola de las diez mujeres, que emplea Jesús, además de tener una lógica brillante, nos habla de esa agua profunda y mucho más. Pero, para alcanzar la profundidad de esas aguas, Jesús nos advierte que es necesario estar preparado y atento, porque el descuido y la distracción son un peligro y con consecuencias irreparables. En la vida hay que estar precavido, nos dice Jesús, para que no se apague la luz de nuestras lámparas y extraviemos el camino que nos lleva a la fiesta del banquete, es decir, a la plenitud de amor y del encuentro.

La verdadera sabiduría halla las palabras justas para la misión que nos compete como responsables de acompañar a otros en el crecimiento y la madurez. Educar, es la palabra exacta: educar y educarnos, es ayudarnos unos a otros a “salir afuera” (educere), a no ensimismarnos, a aprender a buscar ese “aceite”, que alimente la lámpara de nuestra vida, y nos capacite para reconocernos hijos y hermanos, para caminar juntos, sostenernos, y cuidar a los más frágiles. Educarnos es, entonces, salir juntos, escapar del aislamiento y el ausentismo, que producen ese extraño placer de hacerse a sí mismo al margen de los demás.

Jesús es más razonable de lo que nos imaginamos, por algo Dios nos hizo inteligentes. El gran desafío es aprender a educarnos juntos, y cargar con suficiente y buen aceite las lámparas de nuestra vida, para estar siempre preparados y atentos a Cristo vivo, que viene para que nuestra vida sea siempre una fiesta de encuentro, de trabajo y de alegría. El sabio Séneca, sin la luz de la fe, pero haciendo buen uso de la razón, aconsejaba así: “busca a aquellos que puedan hacerte mejor y recibe también a quienes puedes tú mejorar. Esto es recíproco, los hombres aprenden cuando enseñan”. ¡Hace veinte siglos! Aprender cuando enseñamos es estar abiertos al diálogo y al encuentro, como lo señalan en el lema de esta jornada.

Para ponernos en camino hacia las “aguas profundas”, o mejor aún, hacia el banquete de bodas como les asegura Jesús a aquellas cinco mujeres atentas y preparadas, es necesario estar dispuesto a educarse. Esa disposición interior, que exige humildad y escucha, es la que nos va gestando para una cultura del diálogo y el encuentro. La persona o la comunidad que no escucha, tampoco se educa, no sale de sí misma, está distraída, extravió el camino del encuentro. La santidad, que propone San Pablo en el texto que escuchamos hoy (cf. 1Tes 4,1-8), nos dice que la misma consiste en dejarse conducir por el Espíritu Santo, que es espíritu de escucha, de atención y de respeto por el otro, todo lo contrario del mal espíritu que induce a abusar del otro o de sí mismo, se trate de personas o de cosas. ¡El Espíritu Santo es el aceite que se derrama en nosotros, hace posible educarnos unos a otros y nos mantiene abiertos a su acción transformadora!

 La fe cristiana y católica, que distingue y da identidad a nuestra propuesta educativa, no puede ir en contra de la sana razón, al contrario, la fe le da alas a la inteligencia y la orienta para que su ejercicio se dirija al bien de cada persona y de la comunidad entera. Pero es necesario estar atento, porque tanto la razón como la inteligencia pueden enfermarse y así actuar en contra del ser humano, sintiendo en ello placer y pensando que se está actuando bien. El camino sin retorno de aquellas cinco mujeres distraídas revela ese cuadro irracional y paradójico: buscaban pasarla bien, creían que así era mejor, pero erraron el camino. Por eso, es muy importante educarnos en orientar adecuadamente el ejercicio de la inteligencia y también la vida de fe, porque ambas se complementan para estar mejor preparados y atentos ante los desafíos que la vida nos presenta.

Nosotros, educadores católicos, tenemos mucho más que unos sabios que inspiren nuestro ideario, sino a alguien que con su propia vida lo hizo posible para todos, creyentes y no creyentes; alguien que superó todos los obstáculos y todas las medidas, pero al mismo tiempo se sometió a lo aparentemente pequeño e insignificante, para poder caminar con todos y llegar a todos: es Jesús de Nazaret, el que murió, resucitó y vive para siempre, victorioso sobre el pecado, la muerte y el mal. El único sentido que tiene para nosotros cultivar este espacio educativo en el ámbito de la Iglesia es para anunciar a Jesucristo. No tenemos otro tesoro que éste, recordábamos en Aparecida. (Aparecida. Introducción).

 Hoy es la Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, que nos desafía también a educarnos para el diálogo y el encuentro, porque al escuchar a la creación, el papa Francisco observa que existe una “especie de disonancia”, descuido, distracción, diríamos recordando la parábola de Jesús, y dice: “Por un lado, [la creación] es un dulce canto que alaba a nuestro amado Creador; por otro, es un amargo grito que se queja de nuestro maltrato humano”.

Que María de Itatí, Tierna Madre de Dios y Madre nuestra, nos tome en sus manos, nos enseñe a educarnos unos a otros por el camino del diálogo y el encuentro, y nos libre de todo mal. Así sea.


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